Uno de los errores más frecuentes —y más graves— de algunos críticos de la reforma judicial consiste en afirmar que la “nueva” Suprema Corte (SCJN) será irrelevante. Se ha dicho incluso que será un órgano monolítico, una simple oficialía de partes en la que todas y todos decidirán de la misma manera. Estas lecturas, me parece, confunden dos cosas distintas: la captura partidista y la irrelevancia institucional. No son lo mismo. Y confundirlas podría ser profundamente irresponsable.
Es cierto, desde luego, que la Suprema Corte ha muerto como contrapeso. Al menos a corto plazo, es prácticamente imposible que adopte decisiones contrarias a los intereses de la presidenta Claudia Sheinbaum o de la mayoría legislativa de Morena y sus aliados. La razón es tan sencilla como brutal: esa mayoría controla las dos terceras partes del Congreso y, con ello, tiene en sus manos un amplio repertorio de represalias. Puede iniciar juicios políticos contra ministros que se atrevan a comportarse como independientes; puede retirarles el fuero y someterlos a procesos penales —sobre todo ahora que una incondicional como Ernestina Godoy encabeza la Fiscalía General de la República—; puede incluso, si así lo decide, promover una nueva reforma constitucional para destituir a ministros incómodos y premiar a los leales.
Pero que la “nueva” Corte no funcione como contrapeso no significa, ni de lejos, que vaya a ser irrelevante. La Corte podría tener —si así lo decide— la última palabra en prácticamente cualquier litigio de importancia. Y basta con seis votos para reconfigurar áreas enteras del derecho, para desmantelar criterios que durante décadas ofrecieron certeza jurídica, para adoptar decisiones que impactarán directamente en la vida, el patrimonio y los derechos de todas y todos.
Basta con mirar algunas de las polémicas en las que la “nueva” Corte se ha visto envuelta en apenas los primeros meses de su funcionamiento. Con sorprendente ligereza, algunos de sus integrantes han defendido posiciones que podrían alterar de raíz instituciones fundamentales como la cosa juzgada: ese principio elemental según el cual, una vez dictada una sentencia y agotados los medios de impugnación, el conflicto debe llegar a su fin. En otras palabras, todo litigio necesita un punto final; de lo contrario, el derecho se convierte en el cuento de nunca acabar. Pues bien, hay ministros —encabezados por Lenia Batres Guadarrama y por el propio presidente Hugo Aguilar— que parecen dispuestos a erosionar seriamente ese principio y a revisar sentencias firmes, incluso de la propia Suprema Corte, cuando consideren que fueron “fraudulentas” o que hubo alguna irregularidad.
Piénsese también en el caso de Ricardo Salinas Pliego. Hace unas semanas, la Corte se negó a revisar diversos recursos con los que el llamado “tío Richie” buscaba reducir el pago de presuntos adeudos fiscales. Más allá de la solidez —o no— de sus argumentos, el dato relevante es otro: esta Corte tuvo la última palabra. Y el efecto no fue menor. Después de las decisiones de la Corte, se estima que deberá pagar alrededor de 48 mil millones de pesos al SAT. Un tribunal que puede tomar decisiones con un impacto económico de esa magnitud es cualquier cosa menos irrelevante.
O considérese la decisión que la Corte deberá adoptar en breve en materia de aborto. Tendrá que determinar si es constitucional que el Congreso de Aguascalientes haya reducido de doce a seis semanas el plazo durante el cual las mujeres pueden interrumpir su embarazo sin enfrentar sanciones penales. Lo que decida la Corte no solo afectará la vida de miles de mujeres en ese estado; podría también fijar —para bien o para mal— un criterio con efectos en todo el país y en la vida de millones. De nuevo: todo eso depende de apenas seis votos de la “nueva” Corte.
No estamos, pues, ante un tribunal irrelevante. Estamos ante el tribunal más poderoso del país, con la capacidad real de resolver cuestiones que marcarán la vida de millones de personas. Y estamos, además, ante una Corte particularmente peligrosa por la radicalidad de algunos de sus integrantes. Hoy tenemos ministras y ministros dispuestos a transformar profundamente las reglas del juego, incluso a romper consensos construidos a lo largo de décadas. Ahí está, como ejemplo, la pretensión —planteada incluso antes de la reforma judicial— de ciertas integrantes (Batres, Esquivel y Ortiz) para limitar significativamente la facultad de la Corte para invalidar leyes aprobadas en abierta violación al proceso legislativo.
Por eso no es exagerado afirmar que esta Corte, aunque políticamente capturada, seguirá siendo un actor enormemente poderoso dentro del sistema jurídico. Y, dada la radicalidad de algunos de sus integrantes, puede impulsar transformaciones profundas que, lejos de ampliar derechos, podrían reducirlos y debilitar aún más los mecanismos de defensa frente a la arbitrariedad del poder.
Hoy más que nunca conviene mirar con atención lo que ocurre en Pino Suárez. No porque ahí subsista un contrapeso, sino porque ahí sesiona una institución investida de un enorme poder, ejercido por integrantes que, en algunos casos, parecen dispuestos a llevar sus filias y fobias a límites nunca antes vistos. Para decirlo pronto: podríamos estar frente a la Corte más poderosa y más radical de nuestra historia reciente. Ignorarla no sería un simple descuido analítico, sino una irresponsabilidad histórica.
Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y en el Centro para Estados Unidos y México del Instituto Baker. X: @jmartinreyes.

