“Una de las más deplorables características de nuestra época”, escribió hacia 1938 Salvador Novo al principio de En defensa de lo usado, “es la de no permitirnos gozar íntegramente de ninguna cosa, persona ni situación. Apenas adquirida, un nuevo modelo con mayores ventajas viene a tentar nuestra mutable ambición y nos incita a abandonar el no agotado placer de un idilio, de un coche, de una corbata, de una casa, trocándolos por aquel que ostenta la novedad de convertirse en cama mediante un click artrítico de su asiento trasero; por aquella dotada de clima artificial, o riel de seda, o líneas mejores”. También los géneros literarios pueden denostarse por la compulsión de novedades. Todavía no se identificaba su origen cuando ya algunos decretaban la muerte de la novela, a pesar de que los lectores de novelas perseveramos en releerlas, y no faltan quienes no sólo reducen algunos géneros a un mero vestigio, a una curiosidad cuando no a un error de la historia, sino que afirman que hay géneros que nacieron muertos —y acaso tienen razón si consideran “género” a las errancias de los practicantes de la nouvelle cuisine dizque literaria.

Quizá porque se conocen pocos en fiestas obligadas en las que suelen cantarse con desgana desdeñosa o que se propagan reiteradamente en la radio en versiones insufribles, uno de esos géneros denostados es el de los villancicos.

En el segundo tomo de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz editadas por el Fondo de Cultura Económica, Alfonso Méndez Plancarte sostiene que “a la manera de su precursora o quizás coetánea la ‘Serranilla’, el nombre Villancico (y sus variantes arcaicas villancejo y villancete) es un diminutivo de villano, el aldeano o rústico —y su cantar, o tañido o baile característico, o bien su imitación ya más o menos artificiosa—. ‘Villancico’ equivale a ‘villanito’, tal y como ‘galán’ (apócope de ‘galano’) puede hacer ‘galancico’ o ‘galancete’ su gemelo diminutivo. Era, pues, en su origen, cualquier canto o diálogo pastoril, o más en general rusticano, con toda la amplitud de su inicial sinónimo ‘villanesca’ (en la propia familia de la ‘villanela’ tosacana y la ‘villanelle’ francesa, también diminutivos, por modo idéntico), siéndole indiferente el contenido profano o sacro”.

El Villancico también se convirtió en serie de cantos llamados “juegos” que se adoptaron como “intermedios” de los Maitines litúrgicos. “Dicha parte del Oficio Divino”, refiere Méndez Plancarte, “cuya pompa solemnizaba en nuestras Catedrales la víspera de los máximos días, consta de tres Nocturnos, cada uno de tres Salmos y tres Lecciones, con sendos Responsorios que eran sus cúspides polifónicas. Y así, los Villancicos de cada fiesta son ocho o nueve (substituído el último por el ‘Te Deum’...), de a tres en cada ‘Nocturno’: variaciones poéticas y musicales de su mismo tema sagrado, y ‘entreactos’ para el pueblo”.

Entre aquellos que han ensayado el Villancico de una forma personal, no parecen los menos admirables Lope de Vega, Luis de Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz.

Se conjetura que el primer texto de Sor Juana fue una “Loa al Santísimo Sacramento” escrita en náhuatl, que alude a los rituales de montaña al Popocatépetl y al Iztaccihuatl. Desde 1676 escribió Villancicos y Letras Sacras que se cantaban en las catedrales mayores de México.

En “Guido y Sor Juana”, uno de los textos de su primer Cuaderno de música, Mario Lavista considera “a Sor Juana como un ilustre miembro del honroso linaje de músicos que en la Edad Media, ya lo hemos mencionado, eran llamados musicus o músicos-filósofos. Para ella, la música es aún una de las disciplinas de quadrivium, y por esa razón, capaz de contener toda una serie de implicaciones y posibilidades metafísicas: sólo así puede anhelar a ser la representación del universo y reflejo de la voluntad divina”.

Lavista refiere que “Sor Juana emplea nada más las seis notas no por desconocer la séptima (el sí), sino porque su información teórico-musical está basada en los hexacordes, escalas de seis notas que responden a un concepto de simetría: siempre un semitono entre el 3o y 4o grado (entre mi y fa). Sostiene que “la monja se vale de alegorías y metáforas musicales para construir un sistema de equivalencias entre las artes y las ciencias, similar al expuesto por los teóricos medievales” y advierte que la música conforma algo de su obra a la que además se alude no sólo en el poema “Música”:

De modo que Virtud y Regocijo

el Ut, Re son, según vuestra voz dijo;

y Miramiento y Fama

es el Mi, Fa, quien dulcemente clama;

y en la Solicitud, que se ve unida

con Latitud, Sol, La va contenida;

que las Seis Voces son, que tan usadas,

Escala de Aretino son llamadas.

Un género denostado puede importar un tesoro oculto cuyo descubrimiento produce un asombro secreto.

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