En “Spinoza”, uno de los poemas que pronunció de memoria con su voz suavemente pausada en sus diversas apariciones en México en 1981, cuando recibió el premio Ollin Yoliztli, Borges imaginaba
Las traslucidas manos del judío
Labran en la penumbra los cristales
Y la tarde que muere es miedo y frío.
Bendo o Baruch o Benedictus Spinoza, que fue expulsado por apóstata de su ciudad natal, Amsterdam. Se sospecha que practicó la medicina y la química, emprendió estudios personales de física (“era contrario a la teoría de los átomos; la sustituye con otra de cariz curiosamente moderno, la teoría de la extensión como un campo de fuerzas que rige el espacio”) y como matemático propuso un cálculo sobre el arco iris. “Los hombres de ciencia de entonces”, refiere Carl Gebhardt, “para sus investigaciones, aprendían el uso de los lentes ópticos. El gran físico Christian Huyghens descubrió el anillo de Saturno con su telescopio. Anthony van Leeuvenhoek descubrió con su microscopio los infusorios de los que ya tiene conocimiento Spinoza. Todos estos sabios, incluso Leibniz y Hudde, pulían ellos mismos sus lentes. Es así como Spinoza también fue pulidor de lentes y, por la correspondencia de los hermanos Huyghens, sabemos que sus lentes eran de gran perfección, sea por la precisión de su cálculo matemático, sea por su habilidad manual. También Jelles atestigua que Spinoza se ocupaba especialmente del cálculo, tallado y pulido de lentes para telescopios y microscopios”.
Anthony van Leeuvenhoek nunca reveló el secreto de sus microscopios. Había nacido en Delft exactamente un mes antes que Spinoza, el 24 de octubre de 1632. Paul de Kruif refiere en Cazadores de microbios que había sido aprendiz en una tienda de Amsterdam, donde adquirió sus conocimientos científicos entre paraguas y piezas de tela. Regresó a Delft a los 21 años, donde abrió una tienda de telas. Veinte años después fue nombrado conserje de la Casa Consistorial de Delft y cultivó “una extraña afición a tallar lentes; había oído decir que fabricando lentes de un tipo de cristal transparente se podían ver las cosas a través de tales lupas mucho mayores de lo que aparecen a simple vista”.
Hombre receloso, consideraba un despropósito comprar lentes y decidió crearlos él mismo. “Visitó las tiendas de óptica y aprendió los rudimentos necesarios para tallar lentes; frecuentó el trato de alquimistas y boticarios, curioseó sus métodos secretos de obtener metales de los minerales y se inició en el arte de los orfebres. Era un hombre muy meticuloso; no se contentaba con que los lentes hechos por él fueran tan buenos como los mejores trabajados en Holanda, sino que habían de superar a los mejores, y aún después de haberlo conseguido se pasaba horas y horas dándoles mil vueltas. Después montó sus lentes en cuadriláteros de oro, plata o cobre, que él mismo había extraído de los minerales por medio del fuego, respirando extraños humos y olores”.
La curiosidad lo incitó a la creación de lentes y los lentes lo indujeron a la observación obsesiva, la curiosidad y el asombro. “No tenía otro deseo que examinar con sus lentes cuanto caía en sus manos”, escribió Paul de Kruif. “Examinó las fibras musculares de una ballena y las escamas de su propia piel; fue a la carnicería y pidió o compró ojos de buey, quedando maravillado de la estructura del cristalino. Pasó horas enteras mirando la lana de oveja y los pelos de castor y liebre, que de finos filamentos se transformaban, por virtud de su pedacito de cristal, en troncos gruesos. Disecó cuidadosamente la cabeza de una mosca, ensartó la masa encefálica en la finísima aguja de su microscopio, miró y quedó asombrado. Examinó cortes transversales de madera de 12 especies diferentes de árboles y penetró con la mirada al interior de semillas de plantas. Se extasiaba contemplando la extraña perfección del aparato bucal de una pulga y las patas de un piojo”.
No por azar también examinó una gota de agua de lluvia.
Cuando la observó, con admiración exultante no pudo evitar llamar a su hija María, de 19 años, para compartir con ella lo que había descubierto: “¡En el agua de lluvia hay unos bichitos!... ¡Nadan! ¡Dan vueltas! ¡Son mil veces más pequeños que cualquiera de los bichos que podemos ver a simple vista!...” Quizá por eso Paul de Kruif lo considera el primer cazador de microbios.
Esos “animalitos demasiado pequeños y demasiado extraños para tener existencia” también asombraron a Wassilly Kandinsky y José Lezama Lima cuando se asomaron a un microscopio.
Anthony van Leeuwenhoek creía con fervor en Dios y no creía que esos seres cayeran con el agua del cielo. Su curiosidad lo instó a indagar su procedencia. La gota que había examinado había sido recogida de una vasija de barro, por lo que recolectó agua de lluvia en un plato de porcelana “esmaltado de azul en su interior” que había lavado con esmero. Cuando observó en su microscopio una de esas gotas concluyó: “Lo he demostrado. Esta agua no contiene ni un solo bicho. ¡No vienen del cielo!”





