En los años 80 del siglo pasado circuló subrepticiamente un cuadernillo encuadernado en cartulina desgastada que en un recuadro como de libreta escolar se designaba: Contra los franceses. Libelo. Entre quienes supieron de él y quienes lo leyeron quizá en un ejemplar sin dueño, que pasaba de mano en mano, hubo algunos que conjeturaban acerca de la identidad de su autor. Ignoraban que se trataba de un hombre con el pelo cano despeinado, muy elegante sin afectaciones, de ojillos perspicaces entre azules y grises, y una sonrisa inteligentemente maliciosa que presagiaba una ironía reveladora.

Había recorrido las librerías de viejo de España, Francia, Inglaterra en busca de números sueltos de revistas que publicaron los republicanos españoles y era contrabandista de libros en los tiempos amenazadoramente aciagos en los que en España imperaba la voluntad cuartelaria de un teniente insurrecto. Conocía la trama subrepticia de los anticuarios de libros y los bibliófilos. No se consideraba un bicho de feria, pero se le podía encontrar en los pasillos de la Feria del Libro de Frankfurt y, en esos días de ansia editorial, en la limitada concurrencia del Frankfurter Hof. Recorría asimismo pueblos y plazas inverosímiles en compañía de José Bergamín para ver torear a Curro Romero y, sobre todo, a Rafael de Paula, del que fue apoderado. No era infrecuente que estuviera en el Tenampa de Garibaldi, en lo que más de un siglo se llamó Distrito Federal, cantando con voz aguda canciones de José Alfredo Jiménez o en la galería Sloane-Racotta en San Ángel o conversando con José Miguel Ullán en cafés, bares y tascas de Madrid, comiendo en el departamento de Fernando Vallejo y David Antón en la colonia Hipódromo Condesa, bebiendo tequila en el camerino de Chavela Vargas; ese hombre era Manuel Arroyo Stephens.

En una librería que existió en los años 70 y 80 del siglo pasado en la calle Génova, en Madrid, convergía algo de lo que era. Se trataba de una librería sugerente y hospitalaria sin imposturas, en la que podían descubrirse discos y libros que no podían confundirse con mercancía, que habían sido concebidas como una forma de creación. En esa librería, que se llamaba Turner y había sido ideada y realizada por Manuel Arroyo Stephens, también podían encontrarse libros de la editorial Turner, que también había creado Arroyo Stephens, cuyo primer libro publicado fue El bandolerismo andaluz, de Constancio Bernaldo de Quiroz y editó, entre otros, La música callada del toreo y la poesía completa de José Bergamín; El Gran Duque de Alba, de William S. Maltby; Cartas a Martín Zapater, de Francisco de Goya.

Quizá en el mundo oculto de los bibliófilos aprendió a pasar inadvertido, pero en libelos anónimos fue dejando un rastro que conduce a Pisando ceniza, el libro publicado por Turner en 2015, cuando ya la dirigía su amigo y socio Santiago Fernández de Caleya.

Manuel Arroyo Stephens murió en la noche de El Escorial el pasado domingo.

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