El cinematógrafo no deja de parecer un acontecimiento. A pesar de haberse inmiscuido en anhelos cotidianos, en costumbres públicas, en usos domésticos, cada película se pretende un suceso en el que reinciden artilugios supuestamente rituales: “La película más alegre de América, el mayor éxito en risa, estaba anunciado y garantizado no sólo en los periódicos, sino en cientos de carteles multicolores y llamativos”, escribió Joseph Roth en “Conversión de un pecador en el Ufa-Palast”, publicado el jueves 19 de noviembre de 1925 en Frankfurter Zeitung. “Afuera, ante los tres amplios portales elevados, se mantenía apostado un portero con galones dorados y colgaban los anuncios cómicos, así como una muy conocida cara de payaso de rojo y amarillo. Una gran multitud de personas risueñas se arremolinaban ante las taquillas y compraban boletos. Nada traslucía el tremendo rigor que me aguardaba adentro, en la sala, y yo no tenía ni idea de las condiciones a las que iba a ser sometida mi alma impía... Hacía mucho que había abandonado el hábito de ver en cada mezquita berlinesa una mahometana casa de Dios. Sabía que en estos lares las mezquitas son cines y Oriente, una película”.
Casi cinco años después, el domingo 13 de abril de 1930, el reportero Joseph Roth informaba en Münchner Neueste Nachrichten que “una productora de Berlín quiso filmar un proceso de asesinato que tiene lugar estos días ante el tribunal de jurados de Potsdamm. El presidente no estaba de acuerdo con ello. Opinaba que los ruidos de la cámara podrían estorbar el proceso”. Roith conjeturaba que “otro presidente, con un oído menos sensible, pueda prestarlo a la nueva petición de la productora, con lo que el informativo semanal podría insertar, entre una regata de remo y una carrera ciclista, escenas del interesante proceso de asesinato”. Advertía que ese mundo recibía “del cine, desde hace más de una década, la regla para lo serio y trágico de la vida”.
Entre los artículos que Joseph Roth conjuntó en el libro Panoptikum. Gestalten und Kulissen (Panóptico. Figuras y bastidores), publicado en 1930, se halla “Notas hacia el cine sonoro”, que en principio sentencia que “el cine hablado no fortalece la ilusión de que las sombras movedizas son personas vivientes, sino que convence aún más del hecho de ser meras sombras”.
Joseph Roth advirtió la sombra atroz que importaba el nacionalsocialismo años antes de comprender que debía refugiarse en París y seguir resistiendo con la palabra. En Das Neue Tagebuch publicó el sábado 23 de febrero de 1935 “¿Anexión en el cine?”, que señalaba, acaso como un augurio funesto: “En estos días se ha firmado un ‘convenio cinematográfico’ entre el Tercer Reich y Austria. Este ‘convenio cinematográfico’ no se puede calificar de otra manera más que como la ‘anexión’ definitiva de la producción cinematográfica austríaca a la alemana”. Y sin temor al alegato desesperado preguntaba: “¿No sabe el gobierno austríaco la importancia del medio propagandístico que deja que se le vaya de las manos permitiendo que la Cámara del Reich alemán dicte las leyes destinadas a regular la producción de películas austríacas?”
Un año antes, en una carta fechada el 24 de enero de 1934 en París, le rogaba a Stefan Zweig “que por nada del mundo haga a Hollywood ni una mínima promesa, ni en mi nombre ni en el suyo. Usted sabe que la película es el auténtico anticristo. Quien se mete con ella está perdido. Haman, Hollywood. Hitler: las tres H del diablo”.
Muchos años después de la muerte de Joseph Roth en París, algunas de sus historias como La Marcha Radetzky, como La leyenda del Santo Bebedor han sido ‘anexionadas” al cine –y es de temerse que Holywood pueda perpetrar una “biografía cinematográfica”.






