Hubo un tiempo en que el hombre le temía a la ballena. No muchos la habían visto, pero habitaba mares ignotos e historias fantásticas y parecía un ser mitológico. No todos creían en su existencia, aunque se halla en diversos libros de la Biblia en la que se le conoce con el nombre de Leviatán.

En “Cetología”, el capítulo XXXII de Moby Dick, Herman Melville ensaya una clasificación del caos que importa el Leviatán y recuerda que, en 1820, el capitán Scoresby afirmaba que “no hay rama de la zoología tan enredada como la que se titula cetología”.

Entre las diversas invenciones que se han derivado de los cetáceos no parece la menos frecuente aquella que en Groenlandia, Islandia, New Beckford, Nantucket se conoce como Skrimshander. Se trata de artesanías creadas con sus huesos y que adquieren formas a veces misteriosas. Quizá a Herman Melville no le hubiera desagradado que se considerara a Moby Dick como algo semejante a esas obras que también habitan su libro.

Melville sabía que en la ballena puede cifrarse una mitología que no prescinde de parábolas bíblicas y supersticiones, de rumores y recuerdos de marineros, de relatos ancestrales e historias de barcos balleneros, del arduo arte de marear y los peligros reiterados de la pesca, de naufragios, de la búsqueda incesante de ballenas que pueden volverse legendarias.

Y sin embargo, aunque puedan parecer insólitas, no han sido pocas las ballenas que han podido ser identificadas con precisión, reconocidas por diversos balleneros no sólo por sus peculiaridades físicas, sino por su temperamento en no pocas ocasiones amenazante y feroz.

Herman Melville, se sabe, concibió la biografía de un cachalote posible en la que convergen asimismo la de otros cachalotes, no siempre inefables como aquel que provocó con sus ataques el naufragio del barco ballenero Essex, según lo escribió Owen Chase en Narrative of the Most Extraordinary and Distressing Shipwreck of the Whale-Ship “Essex”, como aquel al que se refiere Georg Heinrich von Langsdorff en el relato de sus viajes, “extraordinariamente grande, cuyo cuerpo era mayor que el propio barco, estaba en la superficie del agua, pero no la advirtió nadie a bordo hasta el momento en que el barco, que iba a toda vela, estuvo casi encima, así que fue imposible evitar chocar contra ella. Nos encontrábamos así en el peligro más inminente, cuando esta gigantesca criatura, levantando el lomo, elevó el barco por lo menos tres pies de altura”, como Tom Timer, “el famoso leviatán, mellado como un iceberg, que durante tiempo acechaste en los estrechos orientales de ese nombre y cuyo chorro se vio a menudo desde la playa de palmeras de Ombray”, como Jack de Nueva Zelanda, “el terror de todos los navíos que trazaban sus estelas en la vecindad de la Tierra Tatuada”, como Don Miguel, “el cetáceo chileno marcado como una tortuga vieja con jeroglíficos místicos en el lomo”.

Aunque no lo hubieran visto, el nombre de Moby Dick despertaba un principio de terror y desasosiego. Se le creía ubicuo y se aseguraba que se le había encontrado en latitudes opuestas en un mismo instante de tiempo. Se sabía que abanicaba la cola de un modo curioso antes de zambullirse, que poseía un chorro con mucha copa y muy vivo, que tenía muchos hierros en la piel; los arpones torcidos y arrancados, que su blancura revelaba una peculiar aparición del alma, como la de los muertos, como la de los fantasmas, “y no era tanto su insólito tamaño ni su sorprendente color ni tampoco su deformada mandíbula inferior lo que revestía a la ballena de terror natural, cuanto esa inteligente malignidad sin ejemplo que, según los informes detallados, había evidenciado una y otra vez en sus ataques”.

Como ocurre con los mitos, Moby Dick parece de origen incierto y no puede reducirse a la invención admirable de Herman Melville. Como los cazadores de ballenas que experimentaban algo semejante al terror cuando oían su nombre, aunque no lo hubieran visto, muchos saben de él sin haber leído el libro de Melville, que puede considerarse infinito porque incita a la relectura y ha transmigrado a formas no siempre inverosímiles como otros libros: Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, por ejemplo, en el que deriva en el refugio marino de un misántropo. De los dos volúmenes, el de Melville y el de Verne, Hugo Hiriart infirió “una introducción a la política”: Capitán Nemo.

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