Aunque creo que había oído o leído algo acerca de su existencia, no dejó de resultarme inquietante encontrarme con un libro reciente de un amigo ejemplar que murió en enero del año pasado y que hubiera cumplido 85 años en marzo. El pequeño volumen se exhibía en una de esas mesas y mostradores que suelen ocupar el vestíbulo de las librerías, en los que se expende lo que se considera “novedades”, que con frecuencia no son precisamente originales, pero entre lo que de pronto aparecen libros incitantes que se toman y se compran con decisión compulsiva, la cual perdura durante la lectura, como me ocurrió inexorablemente con el amable volumen de ese gran amigo que fue Gerardo de la Torre: Instantes, que acaba de editar el Fondo de Cultura Económica.

Como no siempre sucede con escritores, el rastro de Gerardo de la Torre puede hallarse en sus libros, en los que se entrecruzan la literatura y algo de su biografía, como Ensayo general, que fue la primera de las novelas en las que recreó el devenir cotidiano de ciertos petroleros con los que convivió, sobre todo, como obrero en la refinería de Azcapozalco, y sobre los cuales tramó otras dos novelas: Hijos del Águila y Los muchachos locos de aquel verano, sin pretender pergeñar eso que llaman “una trilogía”; como Muertes de Aurora, en la que no puede no advertirse su fervor político; como en Viejos lobos de Marx y en La línea dura, en las que no renunció a lo que reconocemos como “sentimental” sin prescindir de un sentido del humor incisivo pero hospitalario hasta lograr ser conmovedor. En sus libros, entre la trama, se inscriben historias diversas de la amistad. Su autobiografía, De cuerpo entero, publicada por la UNAM en 1990, rememora en muchas de sus páginas la de la amistad que sostuvo con Juan Manuel Torres.

En Instantes evoca a sus amigos muertos y los tiempos, lugares y circunstancias en los que se sucedieron esas formas varias de la amistad con personalidades muy diversas, muchas de ellas escritores, periodistas, directores de cine, actores, libreros. Sus reminiscencias conjuntan historias reveladoramente consuetudinarias de algo del devenir de la Revista Mexicana de Cultura que editaba Juan Rejano en los años 60 en el periódico El Nacional, cuyos colaboradores incipientes como José Luis Benítez, el Booker, Humberto Musacchio, Jorge Meléndez, Xorge del Campo, Manuel Blanco, derivaban en el Salón Palacio, la cantina en Rosales e Ignacio Mariscal, en la que Ricardo Salazar captó fotografías de Rulfo en una mesa con José Revueltas, Efraín Huerta, Augusto Monterroso. Rememora asimismo las reuniones en la librería de Polo Duarte en Avenida Hidalgo, frente a la Alameda, en lo que se llamaba Distrito Federal, que se proseguían en otra cantina: El Golfo de México. Recuerda inexorablemente anécdotas que descubren algo del temperamento de camaradas del Partido Comunista Mexicano y de algunos petroleros, se detiene en personajes como don Joaquín Díez Canedo, el creador legendario de Joaquín Mortiz, que fue el editor de su primera novela, como Edmundo Valadés, como Simón Otaola, como José de la Colina, como Felipe Cazals, como Pedro Petrovich Armendáriz, como Vicente Leñero.

Nada está muerto en este libro que se ha publicado después de la muerte de Gerardo de la Torre; es como seguir platicando con él y volver a oírle las historias y anécdotas que solía contar. No podía dejar de detenerse en la muerte de Yolanda Ramírez, con quien tuvo una hija adorable, lúcida, combativa: “La muerte más cercana, la que me dejó tajos profundos, devastaciones irreparables”, la muerte que terminó por inducirlo a comprender: “El dolor, no la rabia. No quedaba, pues, sino seguir en la lucha, participar en todas las batallas, inventar cada día modos de compromiso y participación.

“Vivir, en suma. Y, siempre, vivir generosamente”.

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