Entre las diversas formas que pueden hallarse de descubrir la naturaleza, la pintura no parece la menos reveladora. Caspar David Friedrich, que no prescindía de la ventana para buscar “la íntima y espiritual penetración de la naturaleza”, anotó en su diario: “Cierra tu ojo físico con el fin de ver ante todo tu cuadro con el ojo del espíritu. Luego, conduce a la luz del día lo que has visto en tu noche, con el fin de que su acción se ejerza a su vez sobre otros seres, del exterior hacia el interior”.
En Memorias vegetales, la exposición que puede presenciarse en la celda sor Juana de la Universidad del Claustro de sor Juana desde el miércoles 19 de febrero hasta el viernes 20 de marzo, Frida Castañeda recrea algunos de los hallazgos que le ha deparado la naturaleza y los ha transformado en una obra íntima, peculiar, en la que la técnica no importa un artificio ni un alarde y en la que puede adivinarse un estilo.
Frida Castañeda ha ensayado obsesivamente la fotografía y recientemente publicó en Zopilote Rey Pizarras, un cuaderno en el que configura un universo personal hecho de insectos, como una “caja entomológica”, según el nombre de una de sus colagrafías. Se trata de una visión sentimental de algunos insectos en la que convergen recuerdos, fábulas posibles, un sentido del humor sutil, sin necesidad de cómplices ni celebraciones, que parece haberse creado en ella acaso con feliz inocencia.
En el texto que escribió para ese cuaderno, Pablo Soler Frost inscribió a Frida Castañeda en la tradición de “mujeres que han, detalladamente, impreso, pintado, grabado, fotografiado, registrado, a insectos, crustáceos, gramíneas, frutos, hojas. Me viene a la mente, por supuesto, la extraordinaria artista Sybilla Merian”. Considera asimismo que “gran parte de la belleza los grabados de insectos de Frida Castañeda, es que son a la vez precisos y oníricamente sugerentes; continúan, en México, esa línea que va de Helen O’Gorman a Elvia Esparza”.
No se adivina engaño en Frida Castañeda. Parece indagar en su entorno con curiosidad elemental y recrearlo como un reflejo en sí misma con familiaridad. No sólo por eso le gusta reconocer que procede del IAGO, el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, que creó Francisco Toledo “para no sentirme tan mal de ser un capitalista”, según le confesó a Roberto Ponce en el año 2000, “de ser un hacedor de dinero, lo gastó en instituciones que se abren a los jóvenes que no tienen posibilidades de viajar para ver exposiciones o tener libros”. Esos lugares son esencialmente “lugares donde estar” que frecuentaba con placer también Francisco Toledo, cuya presencia cotidiana ya era una incitación para quienes se congregan allí y cuya conversación sosegada “siempre dejaba algo”, recuerda Frida Castañeda, a veces en una frase, a veces en una despedida, a veces en un libro abierto, a veces en un papel dizque olvidado.
“La observación es un arte que nos permite comprender las historias de las que está compuesto el mundo”, escribió Frida Castañeda en un texto sobre el fotógrafo Thomas Ruff, publicado en el número cinco de la revista Avispero, en abril de 2013. “Los largos paseos donde observamos y descubrimos la estructura de los objetos y formas que durante millones de años han habitado la realidad, constituyen también una forma de hacer nuestra vida”. En su exposición Memorias vegetales, algunos de los hallazgos que le ha deparado la naturaleza importan asimismo reminiscencias perdurables. Ciertos rastros de la naturaleza, que pueden inducir a inferir su historia, son también los rastros de la memoria de Frida Castañeda. Pueden parecer mínimos como dos frijoles colorados que adquieren una forma semejante a la de un fósil, como un laberinto de cera, como un quincunce de semillas, como la recreación de una “cosecha de mi abuelo al sol”, como la colmena de madera que evoca a su “abuela apicultora”.
Frida Castañeda no se limita a evocar esos rastros naturales, sino que conforman su obra también como materiales: las semillas, la hoja de plátano, la cera de abeja están en ella no como un recurso, sino como una parte esencial. Su memoria se entrecruza con la de la naturaleza en fragmentos como los del tepalcate de barro negro de “Infancia en Coyotepec” y como los nidos que no cierran un círculo.
Como lo creía Caspar David Friedrich, “la ley del artista es su sentimiento. La sensibilidad pura no puede estar jamás en contradicción con la naturaleza, siempre están en profunda conformidad la una con la otra”.





