Imaginar el futuro, conjeturar acerca de las formas posibles que puede adoptar el futuro, importa una historia antigua.

En el libro primero de De la adivinación, Marco Tulio Cicerón escribió, en la versión de Julio Pimentel Álvarez, que “en verdad no conozco nación alguna ni tan humana y docta, ni tan salvaje y bárbara, que no piense que las cosas futuras son reveladas por medio de signos y que pueden ser comprendidas y predichas por algunos. Primeramente los asirios —para remontarme a la autoridad de los más lejanos—, por la planicie y la magnitud de las regiones que habitaban, como contemplaron el cielo patente y abierto por todas partes, acostumbraron observar las travesías y movimientos de las estrellas; registrados los cuales, transmitieron a la posteridad lo que significaban para cada cual. Se cree que en ese país los caldeos —designados así no por el nombre de su arte, sino por el de su nación—, por la diuturna observación de las constelaciones, crearon una ciencia para que pudiera predecirse lo que ha de acontecer a cada cual y bajo qué hado cada cual ha nacido.

“Se cree que también los egipcios consiguieron ese mismo arte en el transcurso de los tiempos”. Recordaba asimismo que los cilicios, los pisidas y Panfilia “creen que las cosas futuras se manifiestan con signos certísimos por medio de los vuelos y los cantos de las aves”. Alude asimismo al arte etrusco de la aruspicina, que consiste en la observación de las vísceras de los animales sacrificados, y se detenía en las revelaciones que pueden deparar los sueños y los delirios proféticos.

Existen también representaciones imaginarias del futuro que pueden parecer presagios, ficciones conjeturales o especulaciones filosóficas. No pocas infieren un tiempo en el que las máquinas cumplen con los trabajos elementales, como esclavas amorales, propiciándole una vida menos laboriosa al ser humano. En esas representaciones varias, como Un mundo feliz, de Huxley, Blade Runner, de Ridley Scott o la caricatura Los Supersónicos, esas máquinas eficientes no se descomponen.

En estos tiempos dominados por un virus mutante, muchas personas se han visto obligadas a recurrir a las máquinas para poder atender su devenir cotidiano: trabajar, comer, vestirse, realizar trámites, mantener amistades, cultivar relaciones. Sin embargo, las máquinas que ha deparado el presente fallan inexorablemente: funcionan con deficiencias reiteradas, no se puede escribir conforme a las convenciones ortográficas, pierden la señal, se apagan, se descomponen acaso como parte de un “programa”, los teléfonos automáticos del banco no responden o cuando lo logran cuelgan sin que se haya podido consumar un trámite; suelen ser lo que muchos mexicanos llamamos “chafas”. Quizá sea el principio de una vida humana dominada por máquinas defectuosas, por robots erráticos que pronto se convierten en chatarra.

En algunas de esas visiones futuristas, el ser humano se rige por una farmacopea que erradica la angustia y el desasosiego y por una nutrición sin vicios ni insanias como la gula y va convirtiéndose en un autómata, mientras los autómatas, según lo advirtió Philip K. Dick, se vuelven “más humanos que lo humano”. En otras, las máquinas se vuelven contra sus creadores: los seres humanos. En eso que llaman “Nueva Normalidad”, tocar a un ser humano, hablar con él, mantener trato físico con él, puede ser peligroso y letal para los seres humanos.

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