Entre los soldados que desembarcaron con Hernán Cortés en Veracruz, que entonces carecía de ese nombre, había presidiarios, prófugos, aventureros, buscadores de tesoros y también un alquimista montenegrino que creía llamarse Arístides el Griego y ser discípulo del infante don Juan Manuel. Había estudiado ciencias ocultas en Toledo , donde vivía en la Judería, y había publicado almanaques visionarios. Afirmaba haber conocido a Cristobal Colón y no pocos sospechaban que era el astrólogo del capitán Hernán Cortés y que le había augurado el encuentro con la Malinche. Nada se sabe de su destreza bélica. Estuvo en Tlaxcala y desapareció en la antigua Tenochtitlan.

Algunos decían que no era otro desertor, que había adoptado las costumbres de los aztecas y que estudió con fascinación su mitología y sus conocimientos astronómicos. Se demoró cotidianamente en el jardín botánico y en el zoológico de Moctezuma, indagó acerca de sus artes adivinatorias y sus anuncios del fin del mundo.

Era ciego y comprendió que vivía el fin del mundo, aunque muchos, casi todos, acaso todos lo ignoraban.

Como ocurre con frecuencia, le fue dado reconocer una revelación en un sueño (cada sueño puede ser revelador). Entre los dibujos oníricos semejantes a los que reproducían los tlacuilos vio una flor y en la vigilia infirió que la salvación se cifraba en esa flor.

Con paciencia diligente intentó el dibujo preciso confiado que sus artes mágicas podrían convertir esa reproducción gráfica en la flor soñada. Sus tentativas culminaron con el incendio del sótano en el que practicaba su ciencia arcana.

El alquimista dedicó entonces sus afanes de aquellos días a buscar la flor redentora que había vislumbrado en sueños. En su búsqueda exploró las chinampas de Xochimilco y las piedras volcánicas, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, entre las aguas del lago de Texcoco y en la piel de las serpientes de Mixcoac. En Malinalco se asombró con una flor de belleza prodigiosa: la Euphorbia pulcherrima, la cuetlaxóchitl. Sin embargo, la flor deseada era una flor sencilla, silvestre, de una belleza secreta.

Arístides el Griego murió envenenado en Tlatelolco. Su Tratado lógico de la flor redentora se ha perdido.

Pocos años después, un labriego, (“pobre cosa, pobre mecapal”), halló en el Tepeyac esa flor que brotó por milagro, “porque en aquella sazón estaba la tierra muy seca, en ninguna parte se abrían las flores”.

Esas flores son las mismas que aparecen en un poema nahuatl, el “Pregón del Atabal”, que fue cantado el 26 de diciembre de 1531 o, según otros, en 1533. “Yo me recreaba con el conjunto policromado de variadas flores de tonacaxochitl, que se erguían sobrecogidas y milagrosas, entreabriendo sus corolas en presencia tuya. ¡Oh Madre nuestra Santa María!” Son las flores que recogió Juan Diego como una señal que le regalaba la Virgen María de Guadalupe y que puso en el hueco de su tilma para ir con ellas a México a decirle al arzobispo, que gobernaba en lo espiritual, según la “Relación primitiva” de las apariciones: “Señor, aquí traigo las flores que me dio la Celestial Señora para que creas que es verdad su palabra, su voluntad, que te vine a decir, que es cierto lo que Ella me dijo”.

“Y cuando extendió su tilma, para mostrar las flores al arzobispo, allí también vio en la tilma de nuestro hombrecito, allí se pintó, allí se convirtió en señal-retrato la Niña Reina en forma prodigiosa, para que finalmente creyera el arzobispo. A su vista se arrodillaron y la admiraron.

“Y en verdad que la misma imagen de la Niña Reina aquí sólo por milagro en la tilma del pobre hombre se pintó como retrato, donde ahora está puesta como lustre de todo el universo”.

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