Hay también algo de necrofilia en la cacería de inéditos, en la búsqueda de “páginas póstumas escritas en vida”, como, no sin ironía, las llamaba Musil, en el hallazago de un apunte de un escritor muerto. Con frecuencia se trata de ensayos desechados por sus autores con los que sus supuestos descubridores pretenden disculpar prólogos, notas a pie de página, conferencias; a veces de una anotación circunstancial, a veces de alguna curiosidad. Sin embargo, también pueden importar una revelación literaria. Existen asimismo manuscritos, como el de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca, como el de Vida y destino de Vasili Grossman, que se han rescatado a pesar de persecuciones, guerras, asesinatos, entre otros azares adversos.

“Marcel Proust murió en París, en el 44 de la Rue Hamelin, el 18 de noviembre de 1922, antes de que pudiera completar el gigantesco monumento literario que pacientemente había estado planeando y erigiendo desde el verano de 1909”, refiere Peter Quennel en la introducción de su selección de ensayos de diversos autores En torno a Marcel Proust. “Enormes paquetes de mecanografiados y manuscritos, las páginas adornadas con semilegibles addenda y ennegrcidas con feroces tachaduras que se habían tragado párrafos enteros, apilábanse sobre la fea mesita de bambú junto al lecho mortuorio, y se desbordaban de la estantería de la mesa a la cercana repisa de la chimenea. (...) Entre los papeles que el novelista dejó había muchas notas garabateadas, indicando cambios que intentaba hacer y muchos episodios que, de presentarse la oportunidad, habría introducido en su narración”.

En 1964, Philip Kolb confesó que los cuadernos, los manuscritos, y otros materiales de Proust resguardados en la Bibliothèque Nationale en París podían deparar “la clave de muchos problemas referentes a su obra”. En “La gestación de una novela” sostiene que en ellos “están los pasajes que podemos reconocer como pertenecientes a las diversas etapas de composición de la novela. Luego están las muchas notas que garabateaba para acordarse de algún aspecto de la forma o contenido de la novela que él quería tener presente al escribir alguna determinada sección”. Descubrió en ellos “planes para la estructura de la novela, el equilibrio y simetría de las partes, y los detalles de la composición. A veces esbozaba una sección entera”. En ellos se le reveló asimismo la forma en la que creaba a sus personajes conjuntando gestos, maneras, comportamiento, frases de diversas personas.

El año pasado, Éditions Gallimard publicó un libro de Proust que en mayo de este año editó en México Lumen traducido al español por Alan Pauls: Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos. Se trata de los “archivos Fallois”, los manuscritos que Suzy Mante-Proust, hija del doctor Robert Proust, hermano menor de Marcel Proust, le confió a Bernard de Fallois, y que se considera el manuscrito más antiguo de lo que se convertiría en En busca del tiempo perdido.

No importa una curiosidad arqueológica; es un libro que puede leerse con placer, de formas varias como, por ejemplo, esbozos de versiones posibles de En busca del tiempo perdido, como una reminiscencia, como la trama de la creación de una novela, que es una de las tramas de la obra de Proust, quien, como ha advertido Kolb, “no vivió lo suficiente para hacer las correcciones necesarias”.

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