Y sin embargo, existe un culto a la enfermedad. Quizá desde eso que llaman antigüedad, la inquietud y el desasosiego que puede producir una enfermedad no ha sido mayor al asombro que puede deparar el descubrimiento de sus causas. Athanasius Kircher, Anton van Leeuwenhoek y Baruch Spinoza, entre otros, se admiraron al observar seres minúsculos por medio de lentes ópticos, algunos de los cuales pueden enfermar, a veces mortalmente, se sabe, al ser humano. Las historias de la búsqueda del origen de una enfermedad, como una iniciación, están hechas de obsesiones, azar, dudas, confusión, acaso desesperación, desencanto y tristeza, y de la fascinación de examinar y comprender el devenir de un ser ignorado.

La enfermedad puede ser asimismo el principio de lo que se conoce como “armas biológicas” en una forma de guerra secreta y es también un ardid común. No son pocos los niños que fingen algún malestar para eludir el tedio reiterdo de las aulas o los riesgos ignominiosos de un examen, y ciertos oficinistas y operarios acostumbran recurrir a algún padecimiento para no cumplir con su trabajo.

Michel de Montaigne advertía acerca de los “inconvenientes de simular las enfermedades”. Recordaba un epigrama de Marcial acerca de Celio que, “por no usar de cortesanías con algunos grandes de Roma, como encontrarse junto a ellos cuando abandonaban el lecho, asistir a sus reuniones y seguirlos en el paseo, simuló estar enfermo de gota, y para aparentar su excusa con verosimilitud mayor hacía que le diesen unturas en las piernas, llevábalas envueltas e imitaba cabalmente el continente y porte de un gotoso; mas aconteció al fin que la enfermedad lo atrapó de veras: Tanto pueden el cuidado y el arte de estar enfermo que Celio no necesita ya fingir la gota”.

Montaigne consideraba encomiable que las madres reprendan a sus hijos cuando remedan al tuerto, al cojo o al bizco y confesaba que acostumbro “siempre a llevar en la mano, lo mismo andando a caballo que a pie, una varilla o un bastón para darme de elegancia o apoyarme con afectado continente: por ello muchos me amenazaron con que la casualidad acaso cambiara un día esos melindres en necesidad obligada. Para rechazar esta amonestación alego yo que sería el primer gotoso entre todos los de mi estirpe”.

Rememoraba también que Plinio aseguraba que “un individuo, soñando una noche que estaba ciego, encontróse tal en efecto al día siguiente, sin que padeciera ninguna enfermedad que a situación tan lamentable lo encaminara”.

Hay quienes parecen adivinar que la enfermedad también conforma a los animales y a las plantas, y buscan la suya experimentando imaginariamente diversos padecimientos y aprendiendo a medicarse. No pocas veces saben más que los médicos de los males que ensayan. Los llaman “hipocondriacos”, palabra que, según Corominas, procede de Hipocondrio, “región del cuerpo situada debajo de las costillas falsas”.

Quizá anhelan hallar una enfermedad personal, irrepetible, que sean los únicos que puedan padecerla, aunque sea secreta.

Ignoro su destino en tiempos de la peste.

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