No pocas veces un desconocido despierta recelos y sospechas y puede parecer inquietante. Sin embargo, un desconocido incita asimismo la curiosidad y a veces sugiere asombros conjeturales.

A pesar de que puede dejar de parecer un desconocido, el forastero no deja de persistir en algo de extraño. Con frecuencia se cree que su historia se cifra en un misterio y hay quien adivina en él una amenaza.

Henri Pirenne anotó que “sería un grave error imaginarse a los germanos que se establecen definitivamente en el Imperio durante el siglo V, con los rasgos y características de sus compatriotas de los tiempos de Tácito. Su contacto con Roma les había enseñado muchas cosas. El Imperio, una vez que pasaron las fronteras, se les antojaba menos formidable y les parecía más familiar. Cuando dejó de ser inaccesible, se acostumbraron a él. Por su parte, el Imperio, no pudiendo ya persistir con respecto a ellos en una actitud de soberbia, se mostraba más comprensivo”. Advertía que “el Imperio hallábase infestado de bárbaros que habían llegado a prestar servicio en las legiones y a quienes la fortuna sonreía”.

“La invasión de Europa por los hunos (372) le devolvió bruscamente toda su gravedad”. Los godos, establecidos en las dos orillas del Dniester, “no intentaron oponer resistencia a esos jinetes mogoles, cuyo solo aspecto los estremecía de espanto. Ante ellos, los ostrogodos retrocedieron en desorden; los visigodos, impulsados por este retroceso, se encontraron en la frontera del Danubio. Pidieron paso. Lo instantáneo del acontecimiento, había hecho imposible la adopción de medidas. Nada había sido previsto. El terror de los visigodos demostraba que no dudarían en recurrir a la violencia si no se accedía a sus ruegos. Se les permitió pasar. Y pasaron durante muchos días, ante los ojos de las avanzadas romanas estupefactas, hombres, mujeres, niños, ganado, utilizando balsas, en canoas, algunos asidos a unas tablas, otros a unas odres henchidas o a unos toneles. Era un pueblo que emigraba, conducido por un rey”.

Hacia las nueve de la mañana del 18 de marzo de 1916, según refiere su hijo Jacques, “un oficial alemán del ejército de ocupación se presentó en casa de mi padre, M. Henri Pirenne, que vivía entonces en la calle de San Pedro, an Gante, rogándole que lo siguiera a la Kommandateur”.

Su destino fue el cautiverio en el campo de Holzminden. “En la avenida central —la avenida Joffre, como la llamaban los prisioneros— hormigueaba una muchedumbre abigarrada donde podían hallarse todos los tipos nacionales y todas las clases sociales, y donde se hablaban todas las lenguas”.

Allí impartió dos cursos: uno de historia económica para 200 o 300 estudiantes rusos capturados en Lieja en el mes de agosto de 1914; otro “en el que contaba a mis compatriotas la historia de nuestro país”: Bélgica.

La numerosa concurrencia de esos cursos le deparó a Pirenne un confinamiento solitario en Czreuzburg an der Vera, de dos mil habitantes en Turingia, donde recordó que los circunstanciales estudiantes rusos de Holzminden le sugerían que publicara esas lecciones. Sin libros, el cautivo de invasores Henri Pirenne escribió su esbozo de una Historia de Europa, cuyos primeros capítulos se refieren a las “invasiones” en tiempos del fin del Imperio romano.

En el principio de la Biblia están la expulsión y el éxodo.

Aves, peces, ballenas, mariposas saben que la migración es natural.

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