Hacia el fin de los años 70 del siglo pasado, entre aquellos que frecuentaban el café La Veiga, en Insurgentes, en lo que queda de Mixcoac, frente a lo que fue caserón de la Tintorería Francesa, había quien hablaba con admiración afectuosa de un escritor peculiar, poco conocido y menos leído, como muchos, como casi todos, “pero este si vale la pena”, casi proscrito por su crítica implacablemente aguda, que había participado en el Comité de Huelga de la UNAM en 1968, que había publicado dos novelas complejas: Cadáver lleno de mundo y Si muero lejos de ti, que era alumno de Roland Barthes y amigo de Severo Sarduy, que había escrito un libro prohibido. Vivía en Bethesda, acaso arrabal en parte pudiente de Washington, D. C, donde era profesor de University of Maryland, donde murió el primer viernes de este año; se llamaba Jorge Aguilar Mora.

Sospecho que menos como una demostració de los que sostenía que como una incitación a la complicidad, mi querido amigo me deparó en una de las mesas que no acababámos de desgastar en la terraza un volumen blanco, con fotografías, como todos los de la colección Memoria y Olvido: Imágenes de México, que publicaban Martín Casillas Editores y la SEP; era un ejemplar del libro prohibido: Un día en la vida del general Obregón.

En Fe de erratas de un editor, Martín Casillas de Alba refiere que el pequeño volumen “tenía en la portadilla la fotografía de Obregón, misma que consideraron ofensiva para la Nación y para la SEP”.

La escritura de Jorge Aguilar Mora también está hecha de historia: la de algunos sucesos públicamente relevantes y la que ocurre íntimamente, la del lenguaje y la de la escritura del libro que escribe, la de las errancias críticas de la trama y la de la búsqueda que un lenguaje que debe conformarla fielmente, procedente de ella y no un mero artificio literario.

En diciembre de 1971, cuando Joaquín Mortiz trabajaba en la edición de su primer libro: Cadáver lleno de mundo, en una conversación “larga, sesuda, solemne, pedante y desfachatada”, según la definió Federico Campbell, que la publicó en su libro Conversaciones con escritores, Jorge Aguilar Mora confesó que “en el fondo de mis intenciones siempre estaba la decisión de escribir la biografía de mi hermano asesinado por la policía de Guatemala, pero nunca creí que podría hacerlo en una novela”, recordaba que su “documentación se podría dividir en tres tipos, el más obvio, sería el de la guerra de Vietnam, el de los romances nuevos de Lope y Góngora Y Liñán de Riaza”, la anécdota pura que tenía asimilada, “pero muy pronto me di cuenta que con mis experiencias amorosas frustradas yo no podía hacer nada. Me parecía ridículo todo lo que quería contar”. Sentenciaba finalmente que “el tercer tipo de documentación era el lenguaje”.

Reconocía que ese lenguaje procedía de las clases de lingüística estructural de E. Coseritu y de lexicografía de K. Heger: “yo sólo pensaba en mi novela, y encontraba no sòlo la justificación de lo que yo hacía con mi lenguaje, sino también las infinitas posibilidades, las aberturas y las profundidades de esa concepción lingüística. Sólo que para mí esa concepción tenía que servir para dos cosas: primero, para unir esos mundos increíblemente disímiles o aparentemente disímiles de la guerra de Vietnam y los romances de Lope de Vega con el mundo de una maestrita de primaria que vive en la colonia del Valle de la ciudad de México. Y luego con el mío: y mi mundo era el de la colonia Obrera, el de los trolebuses a las diez de la noche, el de las colonias periféricas como la Sector Popular o la 201 o la Romero Rubio; creo que la exaltación de ese mundo justifica un lenguaje que luego justificó todo lo otro”.

Inexorablemente, como el recuerdo de la muerte de su hermano, la búsqueda de ese lenguaje persistió en su escritura, en la que se entraman sus lecturas, sus indagaciones en eso que conocemos como “historia”, sus recuerdos, su vida familiar, sus pensamientos cotidianos, una forma de autobiografía y una crítica incesante a su escritura, a sus libros, al devenir de esa escritura que, como en Una muerte sencilla,justa, eterna, halla un género peculiar, personal y por eso irrepetible, que no es novela, no es ensayo, no es autobiografía aunque esta hecho de todo eso.

Jorge Aguilar Mora nunca dejó de reescribirse. En 2008, la editorial ERA, que me atrevo a llamar “su editorial”, publicó otra versión de Un día en la vida del general Obregón, también con fotografías de la Fototeca del INAH.

A la memoria de David Huerta

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