“¿Sabe usted dónde hay un tuberculoso? Avísenos, sálvelo y salve a México”, requería el Comité Nacional de Lucha contra la Tuberculosis en el periódico El Nacional el sábado 1º de mayo de 1943 en un anuncio que Claudia Agostini reproduce como epígrafe en “Tuberculosos”, uno de los textos que conforman Hampones, pelados y pecatrices. Sujetos peligrosos de la Ciudad de México (1940-1960), coordinado por Susana Sosenski y Gabriela Pulido y editado el año pasado por el Fondo de Cultura Económica.

“La contención de la tuberculosis”, ha escrito Claudia Agostini, “una enfermedad infecciosa causada por una bacteria, fue una meta ampliamente compartida a nivel internacional durante la primera mitad del siglo pasado. Evitar su contagio no sólo adquirió los rasgos de una verdadera obsesión, sino que también se alimentó de la creciente intervención de los poderes públicos en aras de la resolución de la llamada ‘cuestión social’. Se reiteraba que la tuberculosis, una amenaza para el futuro y un riesgo en constante metamorfosis, incidía negativamente en la salud, el vigor y la productividad de las clases trabajadoras. Además se decía que los múltiples peligros que encerraba ese padecimiento podían estar ‘en todo y en todas partes’. Frente a lo anterior, diversos médicos y funcionarios públicos, al igual que los medios masivos de comunicación y la propaganda higiénica-educativa repetían que era esencial diagnosticar, identificar, aislar o curar a todo probable portador o enfermo de la también llamada ‘peste blanca’, enfermos considerados ‘sujetos peligrosos’ para el bienestar colectivo y la vida en la ciudad”.

Se trataba de una enfermedad que no pocos padecían sin saberlo, que tardaba en manifestarse, por lo que podía propagarse con presteza y sin advertirse.

En 1932, refiere asimismo Claudia Agostini, el médico Manuel Guevara Oropeza, miembro del Departamento de Salubridad Pública, consideraba que todos los habitantes del Distrito Federal eran “candidatos” a padecer la tuberculosis y sostenía que si todos los enfermos se tomaran de la mano “formando un cordón sin interrupciones, iniciando en la Plaza de la Constitución” y continuando hacia el sur, la cadena de enfermos llegaría hasta “la plaza de armas o zócalo de la distante villa de Xochimilco”.

Todavía en los años 60 del siglo pasado se ensayaban estrategias para erradicar la tuberculosis.

El miedo a la enfermedad y la superstición de la higiene pueden inducir a una condena moral del enfermo que padece un mal obviamente en contra de sus deseos. Los tísicos eran considerados “sujetos riesgosos” porque podían contagiar a otros, propagar la enfermedad sin saberlo, porque desconocían que se habían contagiado. Otros enfermos han sido con frecuencia considerados “inmorales” porque se infiere que su insania procede de prácticas perversas; los sifilíticos no han sido los menos comunes. Un anuncio que descubrió mi amigo Mario Ojeda Revah hace decenios en la hemeroteca sostiene: “ES UN CANALLA... El padre de familia que entrega una hija inocente a un hombre enfermo de la sangre... ES UN CANALLA TAMBIEN... El hombre que, enfermo, contrae matrimonio, heredando su enfermedad a sus hijos. No hay castigo bastante severo para semejante crimen!!! ‘El Específico Anti-Venereo GONZALEZ’ Es la única medicina en el mundo para el terrible mal de la sangre”. El anuncio no prescinde de una fotografía ovalada de S. González, inventor.

Hay asimismo enfermedades que importan un estigma: la lepra es una de las más antiguas. “Tengo la cabeza cubierta con un capuchón blanco y que agito con una matraca dura”, puede leerse en el “Relato del leproso” de La cruzada de los niños, de Marcel Schwob. “Ya no sé cómo es mi rostro, pero tengo miedo de mis manos. Van ante mí como bestias escamosas y lívidas. Quisiera cortármelas. Tengo vergüenza de lo que tocan. Me parece que hacen desfallecer los frutos rojos que tomo; y creo que bajo ellas se marchitan las raíces que arranco. Domine ceterorum libera me. El Salvador no expió mi pálido pecado. Estoy olvidado hasta la resurrección. Como el sapo empotrado al frío de la luna en una piedra oscura, permaneceré encerrado en mi escoria odiosa cuando los otros se levanten con su cuerpo claro. Domine ceterorum fac me liberum: leprosus sum. Soy solitario y tengo horror. Sólo mis dientes han conservado su blancura natural. Los animales se asustan, y mi alma quisiera huir. El día se aparta de mí”.

Fue un niño cruzado, Johannes el Teutón, que se dirigía a Jerusalem. para conquistar la Tierra Santa, al que el leproso asaltó en la selva de Loira, con el propósito de chupar de su cuello sangre inocente, quien le reveló que no le tenía miedo porque su blancura era semejante a la del Señor.

Un médico de Agrigento sostenía que la enfermedad podía ser una purificación y una redención y que todos estamos enfermos, aunque no lo sepamos.

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