A Eliseo Alberto, al que no sólo sus amigos seguimos llamando “Lichi”, le gustaba recordar que a su abuelo, el doctor García Marruz de La Habana, sostenía que la medicina debía estudiarse en la Facultad de Filosofía y Letras porque no había enfermedades, sino enfermos.

En la edición de Gredos de los tratados atribuidos a Hipócrates, Carlos García Gual refiere que “el médico hipocrático parece advertir de antemano que la enfermedad es una abstracción y que lo que él tiene ante sí es un simple enfermo, a un hombre sufriente al que ha de salvar con unos medios muy limitados”, carecía de “un cuadro médico de muchas enfermedades con nombres específicos al que referirse, y dispone, por otra parte, de una farmacopea muy pobre. De modo que trata de colaborar en los elementos benéficos de la propia naturaleza del paciente, a fin de que el decurso de la enfermedad tenga un buen éxito”. Creían que “todas las enfermedades son naturales y deben tratarse por medios naturales”.

En la primera nota al pie de página del libro Epidemias, en esa misma edición de textos hipocráticos, se revela que epidëmía: significa en realidad “llegada o estancia en un lugar”. Es, por tanto, “el viaje y residencia del médico en una ciudad extranjera”.

Todavía en los años 70 del siglo pasado había en México médicos que no sólo atendían a los pacientes en su consultorio o en los hospitales, sino que iban a la casa de los enfermos para atenderlos. Conocían a su familia, sus padecimientos, sus quejas, su carácter, sus humores y acaso su hipocondria. Llegaban con un maletín negro que sólo los médicos acostumbraban, del que extraían el instrumental que necesitaban, como el del doctor Farabeuf, el personaje hipotético de Salvador Elizondo, auscultaban con detenimiento al doliente, platicaban con él, probaban su orina, cavilaban, a veces hablaban con algunos de sus familiares, escribían una receta con la letra tradicionalmente ilegible de los médicos, que en ocasiones había que ir a comprar de inmediato, y si era necesario, lo inyectaban. A pesar de ser una rareza, todavía existen algunos médicos de ese tipo.

“Una paciente fue el origen de María Luisa, la primera novela de Mariano Azuela. Cuando estudiaba en la Universidad de Guadalajara, ‘un día’”, recordaba Azuela, “en el escaso grupo de alumnos de clínica interna que rodeaba una cama de la sala de San Vicente, del Hospital de San Miguel de Belén, oí que alguien decía en voz muy baja a espaldas mías:

“—Es la querida de X...”

X era un pasante de medicina en vísperas de recibirse y su querida precisamente la enferma acerca de la que el profesor nos estaba dando la clínica. Me distraje de la perorata del maestro, reparando en la muchacha de 18 años, ya una piltrafa humana. A pesar de su demacración y del color terroso de su piel reseca y untada a los huesos, quedaban rasgos evidentes de su pasada belleza: la perfección de su perfil, sus labios entreabiertos por una respiración anhelante dibujándose en graciosa curva, sus carrillos levemente arrebolados por la fiebre, sus ojos negrísimos de dilatadas pupilas, con la expresión angustiosa de la tragedia final.

“—Tuberculosis, alcoholismo y ¡la débacle! neumonía —dijo el profesor pasando a la cama siguiente.

“El gusanillo de los libros, que desde mi adolescencia me venía haciendo comezón, tomó incremento con aquellas lecturas y el pretexto de la bella enferma lo hizo morder, por fin, en lo vivo. Escribí un cuento de tres y media cuartillas y con seudónimo lo mandé a un semanario metropolitano que lo publicó: fue el primero de una serie de seis o siete, intitulada ‘Impresiones de un estudiante’.

“Este cuentecillo me dio el argumento de mi primera novela, María Luisa, que compuse en mis noches de internado en el hospital y que no publicaría sino seis o siete años después”.

Maderista desencantado desde 1911 porque la revolución maderista había sido subvertida; “el conflicto íntimo que se me presentó está felizmente traducido en uno de los diálogos de mi pequeña novela Andrés Pérez, maderista”, después del asesinato de Madero, como médico, Azuela formó parte de las fuerzas revolucionarias de Julián Medina. “En Guadalajara nos llamaban convencionistas; pero un día amanecimos en Lagos y dijeron que éramos villistas. Así como se le cambia la etiqueta a una botella. Dos capítulos en Lagos, otros dos en Tepatitlán”, recordaba la manera en la que escribió Los de abajo, en las barrancas de Tequila y Hostotipaquillo. Fue testigo del combate de Guadalajara, donde cayó herido Manuel Caloca, “un muchacho de quince años que se había ganado su grado de coronel como los machos. En angarillas lo condujimos desde Tepatitlán, atravesando la sierra por los cañones de Juchipila, hasta Aguascalientes. Zona infestada de carrancistas, paisaje espléndido, desfiladeros donde se camina llevando bestias de las riendas, a pie: hambre, sed y zozobra. La novela se hacía sola”. Dejó a Caloca en el hospital militar de Chihuahua “y me dediqué a dar forma a mis apuntes. Cuando los entregué a El Paso del Norte de El Paso, Texas, me ofrecieron diez dólares semanarios durante el tiempo que durara su publicación en el folletín. Jamás en mi vida he saboreado dinero como aquel”.

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