José de la Colina era un hombre esencialmente crítico; parecía vivir en estado crítico. Su curiosidad acaso compulsiva lo inducía a un examen riguroso de todo aquello que iba conociendo. Ese examen crítico se manifestaba de formas varias: podía convertirse, por ejemplo, en una descripción íntima, en hallazgos peculiares con frecuencia literarios, en una admiración en busca de cómplices, en el cultivo recurrente de una evocación, en una denostación contundente, en conversaciones inagotables, en discusiones ineludibles, en el afecto por la polémica, el inconformismo y la provocación.

En ese estado crítico imperaban la memoria y el sentido del humor que inexorablemente adoptaban la forma del juego.

Sospecho que José de la Colina no podía ni quería abandonar ese juego procedente de la curiosidad, de la memoria, de la crítica incisiva; que lo cultivaba naturalmente y determinaba su comportamiento.

Ese estado crítico importaba un rigor y acaso también una moral que con no poca frecuencia podían derivar en opiniones y posturas que parecían intransigentes, que defendía con vehemencia y que le depararon aversiones y enemistades.

No resulta extraño que ese lector y cinéfilo riguroso se convirtiera en un crítico cinematográfico y de literatura severo e implacable. Sin embargo, hasta en sus denostaciones inmisericordes prevalecía el placer que le producía el cine, la lectura y la escritura.

José de la Colina era también un caminante consuetudinario. Se le podía encontrar con frecuencia deambulando distraídamente por el Centro, sin rumbo ni propósito, y el encuentro fugaz con él podía volverse memorable por algún comentario, una remembranza, un hallazgo verbal.

Peripatéticamente sabía asimismo que caminar podía ser también una de las formas más gratas de conversación. Paulina Lavista refiere que caminaba con Salvador Elizondo desde el zócalo hasta Coyoacán, donde vivía Elizondo, y no pocas veces, incitados por la plática, para continuar la plática, de regreso, desde Coyoacán hasta el zócalo. Hablaban y seguramente discutían de cine, de libros, de curiosidades, de amigos, quizá de historias íntimas. Una ventana, un zaguán, un patio les sugerían diversas tramas.

Las caminatas, las conversaciones callejeras con José de la Colina ocurrían circunstancialmente cuando, por ejemplo, proponía ir al Salón Palacio, donde entorno a Jorge López Páez y Juan José Reyes nos reuníamos consuetudinariamente, entre otros, Nacho Helguera, Noé Cárdenas, José Homero, Carlos Miranda, Aurelio Major, Ernesto Herrera, Moramai Kuri, a veces el fotógrafo Ricardo Salazar y, en un tiempo posterior, Ignacio Trejo Fuentes, Armando González Torres, el Ciudadano Salvador Camelo, José Luis Martínez S. También tenía debilidad por la sardinas a la portuguesa del Danubio, donde conocimos a don Miguel Grübel, primo de Joseph Roth, o mencionaba, más que como una sugerencia, el Salón Corona, el original, en la calle Bolívar, sobre el que escribió un texto dedicado a Fernando Fernández que conforma Viajes narrados.

Esas caminatas transcurrían como mucho de su escritura, como una conversación azarosa en la que podía detenerse ante un edificio que le recordaba, por ejemplo, que otrora, en él, unos refugiados republicanos españoles rentaban cuartos por día y ofrecían comida barata, o avivaba el mito del Fantasma del Correo, “personaje no espectral sino corpóreo, carnal, pintarrajeado. Un patético y peripatético animal de la noche”, o convertía en personaje a algún transeúnte con un comentario, aunque pareciera “estar en conserva en las novelas de Spota, Revueltas, Fuentes, en los melodramas peliculeros de Ismael Rodríguez”. Podía decir un poema y tararear una canción y volver a preguntarse cómo “Los paraguas de Cherburgo” se convirtieron en la “pobre gente de París...”

Sus libros se parecen a esas caminatas placenteras. En ellos convergen lo que a veces llamaba el “arte de Sheherezada” y a veces de Tusitala y la crítica de cine, las historias cinematográficas y la recreación de lecturas, los retratos literarios y la ficción evocativa, libros fantasmas y películas narradas, conjeturas musicales y mitologías urbanas, Buñuel y John Ford, Cervantes y Conrad, Mozart y Tongolele, el exilio español y las tertulias, el DF y su gata Polvorilla...

De la Colina fue creando un estilo peculiar, personal, irrepetible. Aunque cuidaba sabiamente el idioma, desde sus primeros cuentos se rebelaba contra las reglas de cualquier género (en realidad, se rebelaba contra todas las reglas). Menos la experimentación lúdica (entre otras, con los signos ortográficos), que una forma propia de conversación lo condujeron a hallar una escritura libre, sin formalidades, en zig zag (como el título de uno de sus libros), que le permitía jugar con minucias curiosas y eruditas en invenciones varias; por medio de ese estilo logró lo que recomendaba Fred Astaire: Let yourself go!

Tampoco prescindió de libros fantasmas como aquellos a los que les dedicó un texto en Libertades imaginarias. Todavía en 2000 hablaba de una novela que se había propuesto escribir sobre San Juan de la Cruz y en El Semanario ensayó una novela por entregas: El Fakir Harry.

Esa conversación perdura, aunque José de la Colina haya muerto después del mediodía del lunes 4 de noviembre.

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