Cada inicio de año viene cargado de promesas: nuevos planes anticorrupción, reformas institucionales, compromisos internacionales renovados. El lenguaje cambia poco; los diagnósticos se repiten. Mientras tanto, los patrones persisten: impunidad, selectividad en la justicia, redes de corrupción más complejas. Quizá el problema no sea la falta de propósitos, sino la resistencia a asumir aquellos que implican decisiones incómodas. Si la agenda anticorrupción quiere tomarse en serio este 2026, al menos estos compromisos deberían dejar de ser aspiraciones y convertirse en prioridades reales.

Nombrar y medir la corrupción sexual: lo que no se registra no existe . La corrupción sexual, o el abuso de poder para obtener favores sexuales, sigue ausente de las estadísticas oficiales. No aparece en los indicadores, rara vez se denuncia y casi nunca se investiga como corrupción. Esto no es un vacío técnico, sino político. Lo que no se mide no se persigue, y lo que no se registra queda fuera de las prioridades institucionales. El estigma hacia las víctimas y los marcos legales insuficientes han servido como excusa para mantener este fenómeno en la periferia. Reconocer la corrupción sexual no basta. Medirla, diseñar indicadores y generar datos comparables es un paso indispensable para dejar de tratarla como una anomalía y asumirla como una forma de abuso de poder que afecta principalmente a las mujeres.

Persecución penal selectiva: quién decide qué casos se investigan. La impunidad no siempre es sinónimo de inacción. Muchas veces es el resultado de decisiones deliberadas sobre qué investigar, a quién perseguir y qué casos ignorar. Las fiscalías operan con recursos limitados, pero rara vez explican públicamente los criterios que guían sus prioridades. ¿Por qué ciertos casos avanzan rápidamente mientras otros, igual de documentados, se estancan o desaparecen? La falta de transparencia en estas decisiones erosiona la confianza en las instituciones y refuerza la idea de que la política anticorrupción se aplica de forma selectiva. Sin una política de persecución penal clara sobre qué casos se persiguen y cómo se investigan y sancionan, la justicia corre el riesgo de seguir siendo herramienta de castigo político.

Seguir el dinero requiere capacidades avanzadas El reportaje “The Coin Laundry” del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ) mostró, una vez más, cómo operan las estructuras de lavado de dinero transnacionales y diseñadas para evadir sanciones. Estos esquemas no se desmantelan solo con voluntad política. Requieren capacidades analíticas reales y equipos multidisciplinarios: especialistas financieros, analistas de datos, periodistas de investigación, autoridades con acceso a información de beneficiarios finales. Invertir en este tipo de ca pacidades no es un lujo. Es una condición básica para enfrentar formas de corrupción que ya no operan de manera simple, sino a través de complejos entramados legales, corporativos y financieros.

Los propósitos de Año Nuevo tienen sentido si se traducen en acciones que cambian inercias institucionales. En la agenda anticorrupción, eso implica asumir costos: enfrentar intereses, invertir en capacidades de investigación y exponer zonas de poder que históricamente han permanecido protegidas. La corrupción no sobrevive por falta de diagnósticos ni de compromisos internacionales. Sobrevive porque mirar de frente ciertas prácticas, medirlas e investigarlas sigue siendo una decisión que muchos prefieren evitar. Quizá este año el verdadero propósito debería ser dejar de prometer en temas anticorrupción y empezar a mostrar resultados.

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