Claudia Patricia Pardo Hernández

La primera mitad del siglo XIX mexicano fue difícil en muchos sentidos, no solo se vivieron problemas económicos, políticos y sociales que cambiaron al país y a su gente, sino que también las enfermedades se ensañaron con la población. Desde las “fiebres misteriosas” de 1813, que se extendieron por numerosas localidades, hasta la llegada de una enfermedad desconocida que en 1833 cundió por la joven república y regresó en 1850, además de otros padecimientos. El cólera tuvo su origen en la India, en donde permaneció de forma endémica por siglos, pero desde 1817 salió de su nicho e inició un largo recorrido por el mundo.

La bacteria Vibrio cholerae provoca una infección intestinal aguda que se caracteriza por fiebre elevada, diarrea y vómito, lo que conduce a una deshidratación severa que puede causar la muerte si no se atiende e hidrata adecuadamente al enfermo. El “funesto viajero”, como también se le decía, atacó en México de forma epidémica en diversas ocasiones, 1833, 1850, 1854 y 1882, causando una alta morbilidad y mortalidad entre la población afectada. La falta de conocimiento sobre su forma de propagación, el inadecuado manejo médico –propio de la época–, las precarias condiciones higiénicas de las ciudades y de sus habitantes, la falta de agua potable y el pésimo manejo de las excretas humanas ayudaron a extender el contagio por diferentes ciudades.

Pese a que la prensa de la época dio a conocer los avances de la enfermedad con mucha antelación, pesó más la opinión de algunos artículos europeos que afirmaban que no era contagiosa, por lo tanto la cuarentena que se había establecido para los barcos se canceló. El primer brote de agosto de 1833 fue terrible en la capital y en otras ciudades, no obstante las medidas de higiene que se trataron de establecer como barrer las aceras, limpiar canales, acequias, hospitalizar a los enfermos, etc., no frenaron el contagio. El agua contaminada de las fuentes, la falta de aseo al preparar los alimentos, estar en contacto con los enfermos, sus deposiciones y vómitos, sin la debida limpieza posterior eran los principales focos. La epidemia comenzó a ceder en septiembre y en algunas zonas de la ciudad se reportaron contagios hasta el mes de octubre.

Años después, desde finales de 1849, se supo que el cólera estaba avanzando. Su regreso era inminente. Los primeros coléricos llegaron al hospital de San Pablo en el mes de abril de 1850. Poco a poco la enfermedad se expandió por la ciudad, declarándose el estado de epidemia el 19 de mayo. Para prevenir el contagio las autoridades tomaron prevenciones, semejantes a las de 1833. Se creó una Junta Central de Socorros, se reunieron limosnas para alimentos, medicinas, ropa, establecer lazaretos y decir misas. Las damas de sociedad no solamente aportaron recursos, sino que se organizaron para auxiliaban a los enfermos y a los huérfanos. La vida en la ciudad se trastocó, la cantidad de infectados subía conforme pasaban los días al igual que el precio de los alimentos y medicamentos que escaseaban. Una serie de informes e indicaciones para reconocer y combatir al cólera fueron publicadas y distribuidas entre la población. Las noticias médicas hablaban de la predisposición de los consumidores de aguardiente para contraer la enfermedad, de los que habían recibido un susto o una gran preocupación. Al mismo tiempo se afirmaba que los cambios atmosféricos y la humedad eran causantes del mal, se aseveraba que no era contagioso, aunque el número de fallecimientos crecía día a día.

Una de las víctimas mortales fue el joven senador Mariano Otero. El 31 de mayo por la tarde se sintió enfermo, murió la madrugada del 1° de junio y fue sepultado en San Fernando la mañana del 2 de junio, así de rápido el contagio terminaba en la tumba. Fue, precisamente en junio cuando se reportaron el mayor número de enfermos y muertos. Julio fue menos severo y para mediados de agosto se consideró que la epidemia había llegado a su fin. Cuatro años más tarde volvió el cólera asiático a castigar a los mexicanos, aún faltaban muchos años para que la potabilización del agua fuera una realidad y las bondades de la desinfección se conocieran.

Profesora Investigadora del Instituto Mora.
@InstitutoMora

Bibliografía recomendada

Cuenya Mateos, Miguel Ángel, Elsa Malvido, Concepción Lugo, Ana María Carrillo, Lilia Olivier, El cólera de 1833: una nueva  patología en México. Causas y efectos, México, INAH, 1992.

Márquez Morfín, Lourdes, La desigualdad ante la muerte en la ciudad de México. El tifo y el cólera (1813-1833), México, siglo XXI, 1994. 
    
Rodríguez Romo, Ana Cecilia, La epidemia de cólera de 1850. Análisis histórico-médico de un curioso manuscrito, México, Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina/UNAM, 1994.

Alcalá Ferráez, Carlos, Población y epidemias en San Francisco de Campeche, 1810-1861, Mérida, Universidad Autónoma de Yucatán, 2015.

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