Edgar Guerra

La irrupción de la pandemia del coronavirus, que causa la enfermedad COVID-19, ha trastocado la vida de la población mundial. No solo ha puesto en movimiento la política, los medios de comunicación y los servicios de salud; también, ha ralentizado la economía, ha interrumpido la educación y ha detenido las actividades de esparcimiento. Con la declaratoria de la Fase 2 en México, por parte de la Organización Mundial de la Salud, las autoridades y la ciudadanía han incrementado las medidas sanitarias para contener la velocidad de propagación de la pandemia. Entre las prácticas y estrategias anunciadas y adoptadas, la Jornada Nacional de Sana Distancia se coloca como la columna vertebral del plan de contención. Es un plan que —a decir de los epidemiólogos— promete, al menos, “aplanar la curva” de propagación.

Las medidas de distanciamiento social son, para la mayoría de las y los mexicanos, inéditas. Hubo, en el año 2009, en el contexto de la crisis de la influenza AH1N1, acciones similares, pero no comparables a lo que hoy ocurre. Esta vez, la situación es tan estricta, vertiginosa, disruptiva y—probablemente— prolongada, que nos coloca, de frente, ante una caja de pandora. Más allá de los efectos económicos del distanciamiento social—que sin duda serán graves—, más allá de las consecuencias políticas que traiga consigo al partido gobernante, el distanciamiento social probablemente agriete, aún más, nuestra estructura social, de por sí tan polarizada en lo político, tan desigual en lo económico y tan distante en lo personal y humano. En otras palabras, la distancia social que hoy por hoy existe entre los mexicanos a partir de sus preferencias e ideologías políticas, de su capacidad de consumo, de su posición social y visibilidad pública, posiblemente se ensanche como consecuencia del distanciamiento social.

Ante este escenario, conviene aclarar la diferencia entre distanciamiento social (social distancing) y distancia social (social distance); dos conceptos vecinos, pero distintos, que invitan a la confusión. El distanciamiento social hace referencia a un conjunto de medidas de carácter no farmacéutico que tienen como finalidad reducir la incidencia de enfermedades infecciosas. Consiste en un apartamiento físico entre las personas, que evite los contactos y la posible transmisión de agentes infecciosos. En su forma más acabada, implica reclusión en casa y cuarentena. La distancia social, por su parte, implica un alejamiento físico, pero, sobre todo, es una medida de cercanía o de extrañeza que un individuo siente hacia los otros o percibe por parte de los otros. Se trata de una variable que permite observar la cantidad y la calidad de las relaciones sociales entre personas o grupos. La distancia social entre personas y grupos con creencias semejantes puede ser corta y generar relaciones íntimas o de confianza. La distancia social entre personas y grupos con prejuicios de clase, de pertenencia étnica, género y sexualidad, entre otros, puede generar el apartamiento, la segregación o incluso la violencia intergrupal en todas sus manifestaciones.

Sin duda, las medidas de distanciamiento social apuntan a edificar barreras físicas (en la forma de ausencia de contactos) que eviten la propagación del virus. Se basan en evidencia científica y cuentan con una historia que ha probado su efectividad en lograr bloquear las cadenas de contagio. Sin embargo, como consecuencia del aislamiento social al que se confina a las personas, estas pueden padecer estrés como consecuencia de la situación o un sentimiento de anomia derivado del estigma de estar contagiado.

Peor aún, las medidas de distanciamiento social pueden, sin duda, ampliar la distancia social. La investigación sociológica ha demostrado, desde hace ya varios años, las bases sociales que detonan y estructuran la exclusión de personas y grupos, la defenestración de los otros e incluso su aniquilación. En el centro de la discusión se encuentra la noción de distancia social, esa sensación de cercanía o extrañeza, de un individuo hacia otro, o de un grupo social hacia otro, ya sea porque pertenece a cierta clase social, a un universo moral opuesto o porque posee un tono de piel diferente. El hecho de padecer una enfermedad o de manifestar la probabilidad de estar contagiado, también puede generar exclusión.

Pero más allá de un estigma hacia las personas en cuarentena o enfermas, el distanciamiento social puede conducir a otro tipo de distancia social: por ingreso. Las medidas de cuarentena son, sin duda, un privilegio. No toda la población está en condiciones de transitar este largo periodo sin un ingreso. Por si fuera poco, las medidas de distanciamiento social anunciadas por el Gobierno de la República no vienen acompañadas —hasta donde se alcanza a ver— de un paquete económico robusto de ayuda. Además, la propia dinámica de la pandemia ha sacudido la economía global, lo que se ha entreverado de forma perversa con una ya debilitada economía nacional. El escenario no es en modo alguno halagüeño y los pronósticos más bien muy puntuales acerca del avistamiento de una recesión sin precedentes que ahondará la distancia social e, incluso, nuestra capacidad de solidarizarnos con los otros.

Hace ya más de medio siglo, el gran sociólogo Emory Bogardus tuvo una magnífica intuición que le llevó a construir la escala de distancia social que lleva su nombre. El principio que articula su metodología es que entre más prejuicios concentre una persona o grupo social hacia otro grupo o individuo, menos deseo tendrá de construir una relación productiva, de generar simpatía, de facilitar la inclusión. Desde entonces, se han realizado muchas investigaciones alrededor de Bogardus y su escala. Creo que es hora de profundizar y reflexionar sobre las consecuencias que el distanciamiento social y la crisis del coronavirus, en general, pueden propiciar en términos de distancia social.

Las medidas de distanciamiento social traen consigo una serie de consecuencias adversas. Priorizar la salud pública es un imperativo. Pero no omitamos considerar que estas pueden ahondar la distancia entre personas y grupos, abonar a las desigualdades y generar exclusión. Como señalaron dos destacados científicos en la revista The Lancet: “el legado de las injusticias sociales y económicas, perpetradas en nombre de la salud pública, tienen repercusiones duraderas.”

Profesor - Investigador Cátedra CONACYT
Egresado del Instituto Mora
Programa de Política de Drogas (PPD), CIDE
SNI Nivel I
@EdgarGuerraB

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