El otro día me tocó decirle a un hombre algo que no quería escuchar. Sentí miedo. No miedo a sus gritos ni a su enojo frontal, sino a algo mucho más profundo: el miedo a que, al mostrar mi verdad, él me castigara con su narrativa. Que me colgara el traje de ingrata, de loca, de dura, de desleal. Que me acusara de egoísta por atreverme a decir lo que siento.

Ese miedo no es nuevo. Lo aprendimos desde niñas y niños, cada vez que una persona débil —un padre, una madre, una pareja, un jefe— nos hizo creer que, por tener una posición de poder, como, por ejemplo, pagarnos algo, podía reclamarnos obediencia. Que si él o ella nos daban cualquier cosa, nosotros debíamos someternos. Y que si nos atrevemos a decir que no, somos malagradecidos.

Pero lo más duro no es lo que ellos hacen, sino lo que hacemos nosotros para empoderarlos. Porque la paradoja es esta: las personas fuertes no le tenemos miedo a otras personas fuertes, pero nos achicamos ante una persona débil para que no se sienta amenazada.

¿Por qué? Porque una persona débil no sostiene su palabra, se esconde cuando hay conflicto, quiere aplausos sin sostener presencia y se victimiza si alguien brilla más que él o ella. Y entonces, las personas fuertes —mujeres y hombres por igual— terminamos convertidas en contenedores, terapeutas, rescatistas y, a veces, hasta mendigos de amor. Eso es un infierno silencioso para el alma fuerte, que en el fondo sabe que se está traicionando.

Recuerdo una vez que confronté a un jefe. Con su cara de víctima me dijo:

“Yo te di todo y así me pagas”. En ese instante lo vi con una claridad brutal: no pedía respeto ni empatía, pedía sumisión. Fue como si se me cayera un velo del rostro y entendiera, de golpe, que él no me estaba dando nada, sino que le estaba poniendo precio a mi libertad. En ese momento, me prometí que no volvería a sostener la fragilidad de otro a costa de mi verdad.

Su frase era la misma que usan todos los que dan desde la transacción y no desde la generosidad y el respeto, los que creen que porque dieron algo ya tienen derechos sobre ti.

Por eso el miedo no es a ellos, sino al abismo interno que activan en nosotros. A la distorsión que nos empuja a callar, a agachar la cabeza, a disfrazar nuestro brillo para no incomodar. A la culpa que nos enseñaron a sentir si nos atrevemos a ser quienes somos.

Hoy lo sé, no importa si es mi pareja, mi padre, mi jefe o mi hermano. No vine a ser la madre de un hombre que se niega a crecer, ni la tapadera de un jefe que no sabe valorar mi trabajo, ni la cómplice de un macho que solo sabe exigir obediencia. No vine a sostener a quien no sabe sostenerse. No vine a callar mi verdad para encajar en su inseguridad.

El miedo no es a ellos. Es a la persona que aprendimos a ser para no desentonar con su fragilidad. Pero ya no estoy para ese papel. Hoy elijo mi luz, aunque incomode. Hoy me elijo a mí, aunque duela. Hoy me honro, aunque me llamen villana.

El verdadero poder no es el que hace que otros te obedezcan, sino el que te da la fuerza para no traicionarte. El INGRIDiente secreto es que aunque te pongan el disfraz de malo, nadie puede convertirte en villana o villano, si eliges sostener tu verdad.

¿Alguna vez te convertiste en alguien que no eras para sostener a otro?

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