Hace unos días estaba formada para rentar un auto. Delante de mí había un señor reclamando un cargo que no le correspondía. El empleado le repetía una y otra vez: “No se preocupe, lo vamos a arreglar”. Pero él insistía, levantando la voz, sonriendo de una forma rara, como si su enojo fuera un chiste.
Lo sorprendente fue que su histeria empezó a contagiar a todos: los dos empleados terminaron discutiendo entre ellos, y un cliente detrás de mí, que apenas llevaba diez minutos esperando, gritó que ya era “una hora”. En cuestión de minutos, un virus invisible se había extendido. El enojo de una sola persona había llenado el ambiente, como humo que se mete en los pulmones de todos.
Yo intenté no “contagiarme”, pero mi auto al prenderlo, tenía una falla, como si de alguna forma su negatividad también me hubiera alcanzado. Y me quedé pensando: si la histeria se contagia tan rápido, ¿qué pasa con la alegría?
Unos días después, buscando alivio, fui a caminar descalza a un parque. Cuando tengo la cabeza llena de preocupaciones, ese contacto con la tierra me calma. Mientras caminaba, vi en el piso una hoja con una forma preciosa. No era verde ni perfecta, estaba seca… pero tenía una belleza que me conmovió. Saqué mi celular, le tomé una foto y seguí caminando.
Lo increíble vino después: unos pasos más adelante, un niño que había visto lo que yo hice, corrió hacia la misma hoja. La levantó del suelo y la miró fascinado. Llamó a su amiga, que jugaba fútbol cerca, y le gritó:
—“¡Ven, mira qué bonita está esta hoja!”
Casi me pongo a llorar. No le había dicho nada, no lo invité a verla, simplemente la aprecié yo primero… y él me siguió. Ese niño y esa niña también vieron su belleza. Fue un momento mágico porque descubrí que no siempre necesitamos decirle a la gente qué hacer; basta con vivirlo, y eso se contagia.
Lo mismo me pasó ayer en la calle. Vi a una chava andando en bicicleta con una sonrisa enorme. Mi primera idea fue que estaba hablando por teléfono con audífonos y le estaban diciendo algo agradable. Pero luego me di cuenta que no, que estaba feliz simplemente porque iba en bicicleta. Y en ese instante, me reí también, porque recordé cuánto me gusta andar en bici. Su alegría me alcanzó sin que me hablara.
Entonces confirmé lo que había sentido en el aeropuerto y en el parque: la histeria se contagia, sí, pero la alegría también. Y cuando alguien elige sembrar alegría en lugar de enojo, puede cambiar todo un ambiente. Una sonrisa, aunque parezca algo simple, puede abrirle la puerta a otro para que también sienta gozo.
Y no solo se contagia lo que hacemos. También lo que vemos y consumimos: un libro, una película, un contenido inspirador en redes… también pueden sembrarnos alegría. Así como un mensaje violento nos puede ensombrecer el día, una palabra luminosa puede encendernos el alma. Elegir qué dejamos entrar en nuestra mente es también elegir qué vamos a propagar al mundo.
Cada gesto, cada palabra y cada mirada son semillas que se esparcen. El INGRIDiente secreto es que tú decides, a cada instante, qué es lo que deseas sembrar. Y cuando eliges con el corazón, tu sonrisa se multiplica en los demás… hasta volver al mundo entero portador del virus de la alegría.
Gracias por acompañarme una vez más.
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