Cuando miramos una constelación, tenemos más o menos conciencia del acorde, del ritmo que une a sus estrellas. Por eso las estrellas sueltas parecen hasta tristes. El hombre debió sentir desde siempre que cada constelación es un clan, una raza.

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Hay amaneceres en que el Sol se niega amorosamente a abandonar a la Luna.

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Qué pleno el momento en que, tranquilamente, sin otra cosa que hacer, nos ponemos a zurcir recuerdos.

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Hay calles oscuras en el centro de la Ciudad de México, en las que por las noches parece que desde una ventana alguien nos va a gritar: “¡Aguas!”

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Las horas se vuelven pasajeras cuando nos olvidamos de nosotros mismos.

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