Aun si los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación enviaron señales claras de que opondrían un firme dique constitucional al propósito “reeleccionista” de quien hoy los encabeza, el contenido de la ley diseñada y operada por él para hacer reformas en el funcionamiento del sistema judicial parece una peligrosa herramienta que vulnera los derechos ciudadanos, choca con el derecho fundamental de acceso a la justicia y viola el principio de independencia judicial.

Al concentrar facultades en el presidente de la Corte como presidente del Consejo de la Judicatura, esa ley —reconocida por él como de su autoría— le permite nombrar y remover directamente a jueces federales, apoyado en la labor de “Comités de Investigación” que constituyen una verdadera policía en el seno del poder judicial y al margen de las funciones sustantivas.

Esos comités investigadores vulneran el artículo 13 de la Constitución y crean, a su vez, otros órganos o comisiones especializadas en investigar y juzgar a jueces, incluso con poder suficiente para suspenderlos ante denuncias anónimas. De tal manera, un juez bajo acusación de faltas administrativas no graves podrá ser suspendido, multado o inhabilitado por esa nueva maquinaria cuyo efecto será inhibitorio de la necesaria independencia que debe caracterizar a la función juzgadora. Los jueces no tendrán las garantías procesales que las leyes otorgan a cualquier ciudadano. En casa del herrero azadón de palo o peor aún, sin principios de legalidad, no habrá ni azadón y solo palos podrán recibir.

Es oportuno tener presentes los principios básicos relativos a la independencia de la judicatura aprobados por la Asamblea General de la ONU en 1985, según los cuales los jueces resolverán los asuntos que conozcan sin restricción alguna y sin influencias, presiones, amenazas o intromisiones indebidas. La independencia judicial es un requisito previo del principio de legalidad y de la existencia de un juicio justo. Instrumentarla, requiere también de garantías diversas, como la selección judicial por méritos, la estabilidad e inamovilidad en cargos.

El presidente de la Corte ha reconocido que la ley es de su autoría. Esa es, precisamente, la razón por la cual el órgano encargado de revisar la constitucionalidad de las leyes no deba intervenir en su creación, a menos que decida abandonar su imparcialidad como sugiere la intención renovada de su presidente.

Si hay mucho qué corregir en el poder judicial, no debería ser otorgando el poder a un solo hombre, a imagen y semejanza de lo que ocurre en el ejecutivo. Nuestra república está organizada sobre un pacto federal, con división de poderes. Hoy enfrenta tentativas para llevar a los poderes legislativo y judicial a los designios del ejecutivo.

Son más frecuentes, en cambio, las expresiones despreciativas de la Constitución y de las leyes y en particular del juicio de amparo, considerado en la 4T como “un sabotaje legal”. El insulto más reciente –el de esta semana— es que, salvo honrosas excepciones “el poder judicial está podrido… jueces, magistrados, ministros están al servicio de los grupos de intereses creados y tienen una mentalidad muy conservadora, ultraconservadora”. El ánimo por dominar y controlar las decisiones de los jueces se basa en una machacona declaratoria de combate a la corrupción y de austeridad en el gasto del gobierno; ninguna de esas dos finalidades es evidente ni comprobable, más allá del discurso mañanero.

Es grave que el ejecutivo rechace las resoluciones de los jueces cuando no favorecen sus intenciones, propio de regímenes absolutistas.

Al dar señales claras de que no apoyarían la prórroga de mandato del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación —basada en el artículo 13 transitorio de una ley del poder judicial aprobada por legisladores incondicionales—, los ministros de la SCJN afectaron quizá algunos sueños compartidos desde el espejo de los presidentes de la república y de la corte. Sólo así se explica tanta virulencia.  

Notario, exprocurador general de la República.

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