En México, la libertad de expresión atraviesa un nuevo riesgo. Lo que antes se resolvía con presiones políticas, control mediático o publicidad oficial, hoy se perfecciona mediante un mecanismo más sofisticado y perverso: la judicialización de la censura. No sólo se trata de callar voces críticas con violencia o amenazas, sino de construir un entramado institucional que convierta la crítica en delito y criminaliza incluso los hechos comprobados.

Durante años, la conferencia matutina sirvió como escenario inquisitorial: un tribunal simbólico en el que se exhibía a periodistas, opositores o ciudadanos incómodos como enemigos de la nación; lo que comenzó como escarnio político se traslada a los tribunales, donde jueces y magistrados se erigen en inquisidores modernos. Así, lo que antes era condena mediática se transforma en sentencia judicial, revestida de una legalidad que disfraza la venganza política.

El fenómeno no se limita a periodistas. Si antes hablar del presidente, del Ejército o de la Virgen de Guadalupe era tabú, hoy cualquier ciudadano puede enfrentar una demanda judicial por la mera osadía de expresar hechos incómodos. Casos como Dato Protegido, las denuncias contra Abelina López o los desplantes de Fernández Noroña muestran cómo la frontera entre la opinión y la evidencia está siendo borrada: incluso pruebas de audio y video pueden ser desechadas y sus difusores perseguidos. Se cancela no solo la opinión, sino la realidad misma.

El discurso oficial insiste en que nunca antes se había hablado con tanta libertad, que los procesos judiciales buscan proteger la dignidad de funcionarios y que los asesinatos de periodistas son hechos aislados atribuibles al crimen organizado. Sin embargo, las cifras son devastadoras. México se mantiene entre los países más letales del mundo para ejercer el periodismo. Cada asesinato no solo silencia a una persona, sino que envía un mensaje de miedo al resto. Y el mismo crimen organizado que controla regiones enteras del territorio es parte del aparato represor de facto: desaparece madres buscadoras, ejecuta periodistas, elimina testigos incómodos.

La democracia mexicana se degrada bajo el disfraz de legalidad. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que avaló de un plumazo la sobrerrepresentación legislativa que Morena no ganó en las urnas, es ejemplo de una institucionalidad al servicio de la hegemonía oficial. Con ello se consolida una nueva forma de autoritarismo: no el que impone bayonetas, sino el que manipula leyes y tribunales para sancionar la crítica y premiar la obediencia.

Las implicaciones son muy graves. La ciudadanía percibe que disentir no solo es inútil, sino peligroso. Periodistas y particulares se autocensuran para evitar represalias judiciales o la violencia criminal. Cada sentencia fabricada, cada disculpa pública obligada, cada sanción disfrazada de justicia, es otra palada de tierra sobre la frágil democracia mexicana. En este escenario, callar ya no es neutralidad sino complicidad.

México corre el riesgo de convertirse en una democracia meramente formal: urnas cada tres o seis años, sí, pero sin libertad real de expresión ni garantías para quienes denuncian abusos. Una democracia donde la verdad es secuestrada por el poder político y cárteles que lo acompañan. Si el siglo pasado la censura se ejercía desde oficinas gubernamentales con tijeras sobre el papel periódico, hoy se aplica con sentencias, expedientes y togas que simulan imparcialidad.

¿Qué queda de la democracia si los hechos pueden ser cancelados, los críticos perseguidos y los ciudadanos asesinados? El silencio no nos protegerá. Normalizar el miedo y la autocensura equivale a legitimar la represión. Defender la libertad de expresión no es un lujo retórico, es la condición mínima para que México no se hunda en una dictadura con máscara democrática.

Notario, exprocurador general de la República

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