Hannah Arendt vio en el totalitarismo un proyecto de destrucción del mundo común, un asalto frontal que buscaba someter la vida entera a una lógica de terror con herramientas ejercidas por el Estado. Su motor era la ideología y la realidad el estorbo a triturar.
En México somos testigos de una variante: el poder no ha necesitado reproducir el terror clásico. Le basta administrar la indiferencia. Ha descubierto que, si se le despoja de significado político, la muerte es más eficaz que cualquier policía secreta.
En pleno siglo XXI, nos acercamos rápidamente a un totalitarismo tardío que convierte la violencia en ruido. La muerte ya no interrumpe ni conmueve a nadie, ni exige duelo. Ni siquiera indigna.
Los asesinatos se acumulan y las cifras reciben la misma atención con la que se anuncia el tráfico matutino. La desactivación simbólica de la muerte está presente en la arquitectura del régimen mexicano del totalitarismo tardío.
Una sociedad incapaz de transformar la pérdida en duelo y en exigencia pública de cambio es una sociedad dócil. Aquí, la tragedia no estalla, se disuelve. Las masacres no sacuden al Estado. Quedan atrapadas en un vacío que nulifica cualquier posibilidad de quiebre político.
Cuando la legitimidad gubernamental no se sostiene en resultados ni en el respeto institucional, la estabilidad dependerá de lo simbólico, se nutrirá del afecto, de la narrativa emocional, de la pertenencia que el régimen ofrezca como refugio menos físico que metafísico. La realidad material estorba porque contradice y complica el cuento; El poder entiende que si puede fabricar el espejismo de un mundo paralelo, no tendrá que enfrentarse a quienes viven la cruda realidad de los hechos.
La hiperrealidad será el sustituto. Un sistema donde los datos importan mucho menos que las emociones, el fracaso se disuelve en gestos y el relato vale más que cualquier evidencia.
El espectáculo hace el resto, la política se convierte en ritual mañanero y los eslóganes en liturgia pública. No buscan informar, buscan dotar de identidad, fabricar enemigos simbólicos, purificar a los fieles, y atrincherarse contra cualquier amenaza que provenga de la realidad. El país entero se vuelve escenografía donde la verdad es irrelevante; lo que importa es ser parte del guion correcto.
En ese ecosistema surge la figura del sujeto hiperreal: “el chairo” no es un simple simpatizante, es un habitante pleno de la ficción oficial. Su identidad política no se sostiene en argumentos, sino en el vínculo afectivo que le funciona como escudo ante y contra la realidad. No importa cuántas fosas ni cuántas evidencias de impunidad se acumulen; la narrativa será más convincente que los hechos.
La lealtad opera como su blindaje emocional. Sin ese sujeto, la estructura simbólica del régimen se vendría abajo. Es pieza clave de la dominación, no porque tema al poder, sino porque este lo explota. Su indiferencia ante la violencia es el recurso más eficiente del totalitarismo tardío. Al no permitir que la tragedia y la muerte irrumpan en su mundo emocional, garantiza que nada altere la narrativa que sostiene al régimen. No hay temor que lo paralice, sino anestesia colectiva que lo neutraliza.
La tragedia de México no es el derrumbe del Estado, sino su nueva estabilidad. Un país capaz de tolerar miles de muertos sin exigir cuentas revela el triunfo absoluto de la indiferencia como forma de control político. El poder no destruye la realidad, la sustituye con éxito. Su triunfo es el fracaso del duelo, ese espacio individual y social que nos permite condolernos, generar comunidad, sufrir con el otro y, en última instancia, exigir. Al normalizar la indiferencia, nada nos duele.
Mientras el dolor y la muerte pierden significado, arrinconados entre mentiras, excusas y otros datos, seguiremos habitando la ficción social de un régimen que se sostiene y pende de la voluntad emocional de quienes prefieren creer antes que ver y sentir por sí mismos.
Notario y exprocurador de la República

