“El uso del sistema penal como represalia por la labor que desarrollan los periodistas es un abuso y no tiene cabida en una democracia”. -Artículo 19.
Lo que ocurre en México ya no admite eufemismos, no es un simple error o desviación, estamos ante una modalidad de ejercicio del poder que ha renunciado al disfraz de la institucionalidad para sancionar de manera directa, personal y reactiva. No busca probar ni persigue justicia, más bien señala, acusa y castiga con la intención de someter.
Hace apenas unos días publiqué en EL UNIVERSAL el artículo: El poder como extensión unipersonal y los hechos recientes sólo confirman la tesis: el derecho penal se ha transfigurado en lenguaje político y el debido proceso dejó de ser una garantía.
El 24 de diciembre, en Coatzacoalcos, agentes policiacos y de la Secretaría de la Defensa aprehendieron a Rafael León Segovia, periodista imputado de “terrorismo, encubrimiento y delincuencia organizada” por haber informado sobre un accidente, sin que se conozca hasta hoy cuál es el nexo racional entre los hechos documentados y los tipos penales invocados. Existe, en cambio, una voluntad manifiesta de castigar la palabra y enviar un mensaje intimidatorio.
La acusación resulta todavía más obscena si se contrasta con la indolencia frente a hechos que sí encajan en la definición rigurosa de terrorismo. El coche bomba en Michoacán no desencadenó despliegues ni imputaciones, no hubo sentido de urgencia ni presentación de responsables; mientras la violencia criminal se atiende con displicencia, la labor periodística se persigue con todo el peso del aparato del Estado. Esta desproporción no es torpeza operativa, es la teatralización del castigo que deja un mensaje claro: Informar tiene un costo.
El suceso es parte de un patrón que se repite con variaciones mínimas: en Nayarit, Joel Marín García fue encarcelado bajo una acusación de lavado de dinero después de promover amparos contra una expropiación irregular. En Tamaulipas, una abogada fue castigada con una multa millonaria por señalar una omisión procesal. En Puebla, Rodolfo Ruiz Rodríguez enfrenta un proceso penal tras exhibir actos de corrupción de funcionarios locales. En Campeche, Jorge González Valdez fue sometido a censura previa, multas y hostigamiento institucional por el gobierno estatal. No se persiguen delitos, se neutralizan defensas y se disciplina la palabra. La justicia deja de ser correctiva para volverse punitiva, la sanción no busca reparar, busca advertir. Quien incomode al poder, paga.
Artículo 19 ha documentado decenas de casos de acoso judicial en un sólo año: demandas por daño moral, figuras penales forzadas y el uso distorsionado de conceptos como la violencia política de género. A esto se suma la censura económica: el retiro de publicidad oficial y la presión a anunciantes para asfixiar financieramente a los medios. El poder no solo castiga al que escribe, también castiga al medio que paga por su trabajo.
El derecho penal ha dejado de ser la ultima ratio para convertirse en la herramienta política predilecta. La prisión preventiva oficiosa funciona como una condena anticipada y la imputación basta para destruir reputaciones, arruinar vidas y sembrar el miedo.
2026 asoma en el horizonte con una advertencia: Un país sin leyes justas no atrae inversión; donde la norma no ofrece certeza sino arbitrariedad, el capital huye. La ley además de impredecible ahora es selectiva. Se aplica con rigor de hierro contra quien incomoda y con indulgencia contra quien resulta funcional.
Sólo en México el periodista se convierte en terrorista, el abogado en delincuente y el abuso se normaliza como trámite administrativo. Cuando quien ostenta el poder actúa sin mediaciones, si informar se castiga y la violencia deja de indignar, la ciudadanía se vuelve un estorbo. ¿Cuánto más estamos dispuestos a aceptar antes de admitir que el silencio también es una forma de complicidad?

