El honor es la cualidad moral que lleva a uno a cumplir con los deberes propios respecto al prójimo y a uno mismo. Está ligado a la dignidad, y ésta al respeto, al orden normativo propio y social. No debe confundirse con el orgullo y la vanidad.

El amasijo discursivo y político que hoy multiplica cualquier confusión conceptual sobre la dignidad, el honor, el buen nombre y la fama pública de las personas, es cada vez más preocupante.

Dentro del gobierno y en sus márgenes, lanzar bolas de lodo, ataques personales, dicterios, eludir el debate informado e invocar con frecuencia “otros datos” es el deporte político por excelencia.

Amplios segmentos de la sociedad mexicana y los medios de comunicación pueden indignarse si el candidato a tal o cual puesto de elección tiene fama de narcotraficante, violador, acosador de mujeres o tratante de blancas. Incluso pedir –cuando las hay– que las denuncias penales abiertas formalmente sean investigadas y resueltas. Hoy lo más probable, es que no suceda nada y sean mediáticamente desvirtuadas en la tribuna mañanera.

México es uno de los países con los registros más altos de impunidad penal y administrativa, donde sólo 2 de cada 100 delitos denunciados conduce a la sentencia penal del responsable.

En lo que va del 2021 conquistaremos otra perversa marca: tendremos en contiendas electorales el mayor número de personajes impresentables de la historia moderna pugnando por puestos públicos. Es la primera ocasión en que la ética podrá haberse disociado por completo de la política.

Con la fama pública del candidato oficialista a la silla más alta del Estado de Guerrero, él mismo debió desistirse, enfrentar y desvirtuar legalmente las acusaciones en su contra. ¿Por qué se le mantuvo sobre cualquier consideración judicial documentada y creíble sobre actos que presuntamente acreditan no sólo su presunta responsabilidad sino también su mala fama pública? ¿Imponerlo a chaleco tendrá algo que ver con la nueva iniciativa que pretende legalizar el cultivo de la goma de opio?

En años electorales, estamos a un tris de permitir que las encuestas que buscan identificar, entre varios aspirantes, al “mejor candidato” favorezcan al más mencionado, sin ninguna cualidad que augure buen gobierno, sino en razón de los escándalos y probables delitos en que ha participado convirtiéndolo en el mejor recordado por el elector a la hora de estar ante la urna.

Las cosas no siempre fueron así. Aun en los tiempos del viejo PRI hubo rectificaciones oportunas: el escandaloso festejo de un político que después haber sido designado candidato a diputado ocasionó que su partido rectificara y le retirara la nominación. Durmió como ungido, pero despertó excandidato. El hecho ocurrió, además, en el gobierno de Díaz Ordaz.

La dignidad, hace referencia al merecimiento a la estimación pública innato al ser humano por el sólo hecho de ser tal, en ese sentido el candidato de Morena es indigno pues no merece estimación pública ni cargo alguno por atentar contra las libertades y derechos de las personas violentadas por él.

Cuando en la selección de aspirantes sólo se exige lealtad y se hace a un lado cualquier consideración de honradez, eficiencia, moralidad, experiencia, capacidad, prestigio y buena fama pública, es inevitable recordar a dónde puede llegar el uso abusivo del poder de un presidente con rasgos absolutistas.

¿Acaso lo único que cuenta para los partidos son las menciones en medios y que con ello el candidato ungido sea receptor de los votos?

Que no nos espante que el día de mañana los candidatos sean reconocidos narcotraficantes o delincuentes que podrán ser ungidos bajo el argumento de que “no han sido sentenciados”.

Si en Roma fue suficiente el voto imperial para nombrar cónsul a un caballo, ¿por qué no habría de serlo en Guerrero para imponer a un toro?

Exprocurador de la República

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