La historia de este gobierno puede ser contada siguiendo el hilo de la promesa de campaña que más convenció a los mexicanos en 2018: la del combate a la corrupción, hoy convertida en un fardo más pesado de lo que era y que ha dado pie a nuevos males que aquejan al país, como los obstáculos a la transparencia y la rendición de cuentas.
A pesar del constante y repetitivo discurso del presidente, la corrupción que juró combatir desde el primer día no ha disminuido en 5 años de gobierno y quizá se encuentra en uno de los puntos más álgidos de la historia nacional, pues trasciende el simple desvío de recursos, para mostrar un nuevo rostro, el de los vínculos evidentes con grupos del crimen organizado, la violencia sin precedentes y la descomposición del tejido social que hoy fractura al país.
Un primer traspiés ha sido confundir la austeridad con la justicia, lo cual ha creado las condiciones para que la corrupción crezca al nivel que hoy vivimos. Entre las obras cumbre de este sexenio, Dos Bocas acumula 2 años de retraso y su presupuesto original se ha multiplicado casi 3 veces sin producir un solo barril de gasolina. Escenarios semejantes ocurren con el aletargado AIFA o el Tren Maya, cuya estela de destrucción ha consumido recursos naturales y zonas arqueológicas, además del cúmulo de expropiaciones y cuestionamientos a su funcionalidad y planeación.
Una de las manifestaciones más perversas de la corrupción que prohíja el Congreso, pero que emana del Ejecutivo, es el sabotaje que mantiene inoperante al órgano de transparencia, rendición de cuentas y acceso a la información, INAI. Lo es también la constante negativa de hacer públicos los gastos y contratos de cuanta obra gubernamental se lleva a cabo, por supuestas razones de seguridad nacional, hecho que llama la atención de las calificadoras internacionales que ya señalan el retroceso mexicano en materia de honestidad en el servicio público.
Casos como el de Segalmex o la venta del acero del abortado aeropuerto de Texcoco no deberían ser pasados por alto, sino investigarse, castigarse, sancionarse y perseguirse hasta la sentencia.
Si el Presidente realmente desea combatir la corrupción tiene que pasar de la simple declaración a las acciones de fondo. El primer paso es un análisis de la reforma legal de 2019, que en su artículo 19 inserta la corrupción en el catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva. Hoy la ley es difusa en ese sentido y no describe los detalles que califican cuando una actividad entra dentro de estos parámetros; por lo que más que combatir la corrupción, se convirtió, como hemos visto, en un mecanismo de persecución política y de simulación.
No se trata de incrementar las sanciones, recurso mediático que probadamente no tiene ningún efecto real; el verdadero reto es acabar con la impunidad; es decir, hacer que los delitos se juzguen y conduzcan a la aplicación y cumplimiento de las sentencias. Para ello es necesario impulsar una reforma constitucional que permita la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción, y que quien demostradamente robe al pueblo de México sea perseguido de por vida, además de que por su naturaleza estaría perfectamente justificada la extinción de dominio.
Evidentemente ésta y otras sanciones deben ser graduales. Se dice, no sin motivos, que los mexicanos vemos la realidad en blanco o negro, no conocemos el gris. No es lo mismo meter la pata que meter la mano y urge saber discernir entre un delito y una falta administrativa.
El poder presidencial de convocatoria —hoy utilizado para hacer que los gobernadores rindan pleitesía— podría llevar al Congreso de la Unión una iniciativa como la señalada y llegar a los gobiernos estatales, invitados a hacer lo mismo hasta lograr que los delitos relacionados con la corrupción sean imprescriptibles. Sólo así podrán combatirse los grandes escándalos aparejados a la corrupción, hoy agravada por la triste herencia que al respecto dejará este gobierno.