La semana pasada, los medios de comunicación en Estados Unidos inundaron sus portadas con la noticia del asesinato de Charlie Kirk, un joven activista de derecha cercano al movimiento del presidente Donald Trump, quien fue baleado durante una conferencia en la Universidad de Utah. Las autoridades detuvieron a un sospechoso: un joven que, en redes sociales, se mostraba afín a ideas de izquierda radical y que mantenía una relación sentimental con una persona en proceso de transición de género.

Por su parte, el presidente Donald Trump condenó los hechos en un discurso y acusó que la retórica de la “izquierda radical” había contribuido al asesinato de Kirk. También lo relacionó con otros ataques recientes contra republicanos, incluido el atentado contra su propia vida el año pasado durante un mitin en Pensilvania. Ordenó izar las banderas estadounidenses a media asta y anunció que concedería de manera póstuma la Medalla Presidencial de la Libertad a Kirk.

Pero, ¿qué hay detrás de todo esto? ¿Cómo llegó Estados Unidos a un punto en el que una persona es asesinada por expresar sus ideas? Podemos estar a favor o en contra de determinadas posturas, pero jamás deberíamos alegrarnos de la muerte de alguien ni normalizar actos violentos que atentan contra la libertad de expresión. Sin embargo, Estados Unidos se encuentra profundamente polarizado. El periodista Ezra Klein lo explica en su libro Why We’re Polarized.

En su obra, Klein analiza la política de la identidad: la manera en que las preferencias políticas se entrelazan con aspectos raciales, culturales, religiosos, regionales y hasta de estilo de vida. Ser demócrata o republicano se ha convertido en una especie de marcador de identidad total. Es como si todos fueran seguidores del fútbol soccer y apoyar a tu equipo favorito a toda costa se convirtiera en tu personalidad. Esto intensifica la hostilidad hacia el “contrario” y refuerza la cohesión interna, como si se tratara de tribus en disputa.

Algunos factores que alimentan esta polarización son el reacomodo partidista de los años sesenta, cuando los derechos civiles y la inmigración cambiaron las bases raciales y regionales de los partidos políticos. Además, los medios de comunicación —en especial la televisión por cable y las redes sociales— han creado ecosistemas informativos que refuerzan identidades políticas y alimentan la indignación. No por nada el presidente Trump apareció en Fox News un día después del asesinato de Kirk para afirmar que no le importaba conocer las causas de la violencia y la polarización en su país. Finalmente, está el sistema electoral estadounidense, con instituciones como el colegio electoral y el gerrymandering, una práctica diseñada para manipular distritos y obtener ventajas políticas, que al mismo tiempo dificulta el acceso de la ciudadanía al voto.

Tanto Charlie Kirk como su asesino pertenecían a “tribus” en los extremos opuestos del espectro político. Ambos encarnan este círculo vicioso en el que las identidades se refuerzan mutuamente, dificultando los acuerdos y debilitando la confianza en las instituciones democráticas. Para comprender lo que ocurre en Estados Unidos, debemos aceptar que su política funciona menos como un debate racional sobre políticas públicas y más como una lucha tribal.

Si se necesita otro ejemplo, basta recordar que, en un par de semanas, el gobierno federal se quedará sin recursos económicos. Solo una negociación entre legisladores demócratas y republicanos podrá evitar que miles de ciudadanos se queden sin trabajo o sin servicios básicos. Sin embargo, también representa una oportunidad para que los demócratas exijan un cambio frente a las políticas agresivas de Trump. ¿Lo lograrán o seguirá dominando la lógica de la lucha entre tribus?

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