Podría sonar a noticia vieja pero la planeada compra de Warner Bros Discovery (WBD) por parte de Netflix apenas podría ser inicio de un melodrama político-corporativo, de esos que les encantan a los amantes de los thrillers.
El fin de semana se supo que Netflix pagaría 82 mil millones de dólares por quedarse con WBD, y hasta le dieron la bienvenida en las redes de la operadora de streaming. Pero lo que muchos no sabían era que el presidente de EU, Donald Trump, había pasado de un inusual silencio, a una eventual, ilegal y obscena intromisión.
Hasta hace unos días, el presidente estadounidense mantenía un silencio que parecía más sospechoso que estratégico. Pero la calma se rompió cuando declaró que la operación “podría ser un problema”, frase que activó las alarmas de los abogados antimonopolio.
La declaración encendió las dudas sobre el futuro de un acuerdo que, según Bloomberg, colocaría a Netflix como monarca absoluto del streaming con ingresos cercanos a 72 mil millones de dólares. Detrás quedarían YouTube con poco más de 60 mil millones y Disney con casi 58 mil millones. Sin WBD, Netflix caería al tercer lugar con un estimado de 48 mil millones.
Pero lo más picaresco del asunto no es el tamaño de las cifras, sino la clase de interferencia política que amenaza convertir la compra en un reality show regulatorio. Por eso, muchos especialistas han comenzado a ver muy cuesta arriba la aprobación antimonopolio.
Nadie se sorprende de que la Comisión Federal de Comercio (FTC) o la División Antimonopolios del Departamento de Justicia (DOJ), intenten imponer su criterio en una operación tan grande. Lo inusual es que el presidente decida participar como si fuera árbitro, accionista y protagonista. Trump no se limitó a lanzar un comentario silvestre en un mitin. Aseguró que él mismo revisaría el caso con “su equipo de economistas”.
El ambiente se vuelve digno de House Of Cards cuando Bloomberg recordó que, un mes antes, Ted Sarandos, codirector ejecutivo de Netflix, se reunió con Trump para discutir una serie de temas, incluyendo el futuro de WBD. Testigos citados por Bloomberg aseguran que el presidente comentó ahí mismo que la compañía debía venderse al mejor postor.
Ese comentario, en cualquier otro contexto, habría alimentado la idea de que la administración veía con buenos ojos la compra. Pero Trump cambió de tono días después, cuestionó el acuerdo y devolvió la trama al capítulo uno.
El cambio de señales no termina ahí. Al mismo tiempo que se destapaba el interés de Netflix por WBD, cobró relevancia la participación de Skydance, la empresa de David Ellison, hijo de Larry Ellison, fundador de Oracle y aliado frecuente de Trump. Skydance acababa de cerrar la compra de Paramount y, según varios reportes, estaba muy interesada en sumar también a Warner.
Desde la visión de Skydance, tanto Paramount como WBD están subvaluadas y podrían unirse para competir contra Netflix, Amazon y Disney. Ellison suponía que él tendría más posibilidades de obtener aprobación regulatoria gracias a su cercanía con la administración Trump.
Por ello, el intento de Netflix dejó de verse como oportunidad de expansión y empezó a oler a maniobra preventiva. ¿Estaba la plataforma tratando de evitar que Paramount-Skydance creciera demasiado? Nadie lo sabe con certeza. Pero lo que sí quedó claro es que la operación detonó un choque de intereses empresariales, políticos y personales del tipo que solo la industria del entretenimiento puede producir con éxito.
Lo inquietante del caso, más allá del quién-compró-a-quién, es que la aprobación de la compra pareciera depender menos del análisis técnico de la FTC y más del estado de ánimo presidencial. Y aquí es donde algunos funcionarios y especialistas mexicanos deberían tomar nota antes de salir a declarar que Estados Unidos es la meca de los procesos regulatorios impolutos. Este caso demuestra que en Washington también se negocia con guiños, silencios y reuniones privadas con camarones y margaritas, aunque las decisiones tengan impacto global.
Incluso si la operación recibe luz verde, analistas estadounidenses ya advierten que Netflix podría haber comprado un problema más grande. La adquisición no solo sería cara y lenta, sino también llegaría en el momento en que el streaming tradicional enfrenta su mayor amenaza. El entretenimiento de formato corto como TikTok, Instagram, YouTube Shorts, X o Snap; está devorando la atención de los usuarios. Y mientras los estudios siguen invirtiendo en series mil millonarias, los jóvenes pasan horas scrolleando clips donde la producción brilla por su ausencia.
El desenlace todavía no está escrito. Pero el capítulo actual deja claro que la compra de WBD ya no es solo un expediente regulatorio. Se trata de un thriller geopolítico con villanos, víctimas, giros inesperados y un presidente que contamina la operación.
Rating futbolero
Aunque para muchos de nosotros la Liga MX terminó hace semanas cuando nuestros “equipos más queridos” hicieron las maletas rumbo a la depresión colectiva, la televisión tuvo otros datos. Resulta que, mientras medio país renegaba del arbitraje, de los técnicos o de una alineación ratonera, Televisa Univision y TUDN siguieron contando millones de espectadores, no de penaltis fallados.
La empresa reportó que 24.2 millones de personas se posaron frente a la pantalla para ver las semifinales. Nada mal para un torneo que supuestamente ya no despertaba pasiones. De un lado, 13.2 millones se conectaron para ver cómo Toluca y Monterrey sacaban chispas. Del otro, 11 millones siguieron el choque entre Tigres y Cruz Azul, quizá esperando otro episodio de la ya clásica tragicomedia celeste.
Y ahí está el detalle que las plataformas de streaming todavía no digieren. El futbol mexicano, con todo y sus historias repetidas, sigue generando altas audiencias. Entre goles, polémicas y la eterna promesa de “ahora sí”, los canales deportivos de Televisa Univision se quedaron con la corona. Así que, mientras algunos lloran la eliminación y otros juramos que ya no veremos nada, los números nos dicen que el rating futbolero sigue rifando.
Adiós líneas huérfanas
Casi a punto de entregar esta colaboración, la Comisión Reguladora de Telecomunicaciones (CRT) emitió un comunicado en el cual informa que aprobó y emitió los nuevos Lineamientos para la Identificación de Líneas Telefónicas Móviles. Esas reglas que algunos no querían ver jamás porque “atentaban contra la Libertad”.
A partir del próximo 9 de enero de 2026, todas las líneas móviles deberán tener dueño, ya sea persona física o moral. Nada de chips vagando por el éter sin registro, ni tarjetas SIM sin historial. Cada número tendrá que estar vinculado a alguien con identificación oficial y CURP.
Las empresas de telefonía serán las encargadas de resguardar la información, tal como hacen con los servicios de pospago. Es decir, no hay un nuevo Big Brother gubernamental detrás de la operación, sólo el que ya conocemos todos los que firmamos contratos de celular desde hace décadas. La diferencia ahora es que el esquema aplicará también para las líneas de prepago, ese universo de millones de usuarios acostumbrados a comprar un chip en la tienda sin dar más datos.
Mientras tanto, los guardianes de la Libertad (a secas) ya alzan pancartas imaginarias. Para ellos, cualquier requisito administrativo es señal del apocalipsis estatal. Seguramente esta decisión será el combustible perfecto para discursos que combinan sospecha institucional, romanticismo libertario y un poco de discusión de sobremesa navideña. Espero que a pocos se les olvide el objetivo central planteado por la CRT que es eliminar el anonimato que facilita el uso de líneas móviles para actividades delictivas. Suena sencillo en el papel; veremos qué tan sencillo es cuando empiecen los trámites. Prepárense, porque el debate ya empezó.

