“Es que somos muy pobres”… reza el título de un cuento de Juan Rulfo en El llano en llamas, el cual narra la vida de unos pueblerinos quienes, ante la desgracia económica, natural y humana, conviven apesadumbrados masticando el polvo, sumidos en la decadencia de la pobreza extrema. Se mueren los animales, las hijas del campesino se vuelven prostitutas y el destino de una niña, la más pequeña de la familia, podría ser el de seguir los pasos de sus hermanas, llegar a ser violentada por algún hombre o, peor aún, convertirse en una mujer quedada porque la vaca, la dote familiar, se las arrebató la corriente del río. El cuento de Rulfo, publicado a inicios de la segunda mitad del siglo XX, nos ofrece una estampa viva para el siglo XXI, donde la pobreza sigue siendo extrema en el país. Existen centenares de pueblos mexicanos donde niñas y niños surcan la tierra a la intemperie, son presa y carne de la violencia que nos azota. Presa y carne. La gente pobre no es “buena” por condición, así como la gente rica no es “miserable” por herencia, una ideología que castra los oídos castos ideologizados, pues es común culpar a los pobres de un salvajismo atroz y a los ricos de los malestares del país.

Mientras escribo, me entero de la muerte de un amigo a manos del crimen organizado en Tijuana, el municipio más grande del país en términos poblacionales. La columna de este inicio de año anunciaba otro sentido y cauce hacia la pérdida de la libertad, pero me trastocó la noticia. No pregunté en qué estaba inmiscuido, realmente no deseo saberlo y, sin embargo, me invade una sensación de angustia frente al crimen, la muerte y la desaparición de un ser humano para siempre. La tristeza en sí misma se torna cuestionamiento. Pronto, la imaginación recorre la vida de quien se marchó, intenta atar cabos, revelar verdades. Es inevitable pensar en el futuro de quienes formaban parte de la vida de ese hombre: todos por siempre lastimados. Dicho sea de paso, ahora se sabe que quien apretó el gatillo era un joven de no más de 25 años de la periferia de Tijuana. “Es que somos muy pobres”. Esa frase aparece en mis recuerdos y no la reduzco a la condición económica; hay una pobreza espiritual que nos ronda.

Cuando por fin dejemos esta vida, nos llevaremos el eco de las vocales, el estallido de las risas, el musitar apagado de nuestros llantos. Nos llevaremos una parte íntima de la historia del mundo; no la historia de nuestra existencia abierta, sino la parte secreta donde se forja la verdadera historia de la humanidad que, bajo las presiones del mundo digital [los metaversos], está amenazada con convertirse en datos monetizados. La vida íntima, nuestra realidad mas valiosa, hecha trizas entre algoritmos. Lo que es peor, por decisión propia.

El mundo secreto de los otros es importante. Si no lo fuera, no se intentaría plantear universos alternos generados para obtener aún más información acerca de los fundamentos que nos hacen únicos y esa es otra forma de eliminar a Dios de la ecuación. Olvidar a Dios por decisión propia es un ejercicio libertario, olvidarlo por contubernio de la masa es ceder al control total, otra forma de muerte, de perder la voz en este mundo y no otro. Otro tipo de crimen.

Aunque no formemos parte directa del crimen organizado, aunque no derramemos la sangre de los otros, somos fracciones de la totalidad donde se fragua la muerte. Entendámosla como la trillada teoría del caos que a todos nos manipula. Conocemos o estamos relacionados con el bienestar, el crimen, la muerte, la política, las antítesis de la ética, tan sólo por estar conectados con otros: amigos, familiares, parejas. Al tiempo que escribo este texto finaliza la temporada de un monólogo escrito y dirigido por mí, titulado “Fenómeno”, que narra la vida y obra de un niño que crece dentro del crimen organizado hasta convertirse en la consumación humana de la violencia. ¿Por qué escribir acerca de esto?, me preguntan. Como espectador, ¿por qué quiero conocer las desgracias de los demás? Respondo con toda proporción guardada: ¿Por qué ver o leer “Macbeth”, “Ricardo III”, “Antígona”, “Los siete contra Tebas”, a Esquilo y Sófocles, a Shakespeare y a los Jacobinos?

Las tragedias de esas mujeres y hombres eran el equivalente, el retrato fiel de la violencia de antaño que, pasado por el garbillo del tiempo, son memoria de la expresión de la belleza. No refiero con esto una apología de la violencia per se. Hablo de la potencia que la violencia romantizada como materia de la creación le aporta a la ficción; la meditación de la naturaleza humana. Los personajes que mencioné son inolvidables porque, generación tras generación, suplimos la historia íntima de sus “hazañas históricas” con nuestras pasiones. ¿Qué hazaña histórica hemos logrado para perdurar en la memoria colectiva hecha letra y poesía, arquitectura y materia, ciencia y tecnología?

Sin asegurarlo, la mayoría de nuestros abuelos, padres, madres, nosotros mismos moriremos de verdad, no estaremos escritos en la posteridad, no seremos héroes e imaginación del futuro, salvo que alguien nos reinvente a partir de alguna fotografía, una carta tardía, un breve telegrama borroso. Esto sin importar el amor que les tengamos a nuestros seres amados. Olvidemos la soberbia. Por ejemplo, de mi padre guardo varias fotografías. Él murió de manera trágica cuando yo era un recién nacido. Hasta la fecha no he podido concretar una historia de su vida, mi familia calla, no puedo brindarle la posteridad porque me falta, no su voz, sino una hazaña que haya logrado para poder inventarme su vida, hacerlo memoria en mi espíritu y regalarla a mis hijos.

Días antes de morir, mi amigo me comentó desolado que necesitaba hablar con su jefa para explicarle algunos pormenores laborales. Ayúdame, dijo, y preparamos juntos un listado preciso para que abordara la conversación en su empresa. No supe si se llevó a cabo dicho encuentro. Negar la violencia no la elimina de la realidad, así como vender “bienestar” tampoco lo genera; por el contrario, se crean mundos donde somos exitosos aún con agujeros en los calcetines y en las profundidades del alma. No me gusta huir de la realidad, esa que está alejada del mundo digital donde todos son revolucionarios e incendiarios. Hay mucho que solucionar entre el asfalto, la carne y los huesos, donde pocos viven y otros descansan en paz.

Durante la conformación, por así decirlo, del imperio japonés de la primera parte del siglo XX, se trabajó en la erradicación del analfabetismo con el objetivo de insuflar nacionalismo en cada ciudadano, gracias a los medios de comunicación en sus representaciones de la época. El resultado del nacionalismo exacerbado derivó, entre otros caos, en la segunda guerra japonesa contra China y su trágica participación en la Segunda Guerra Mundial. La cultura aunada a la educación y el nacionalismo alimentaron a una generación de ciudadanos preparados para morir por la patria. Desde el romanticismo se aplaude lo que en la práctica fue craso error. Al eliminar el analfabetismo intentaron acabar también con una parte de la pobreza a la cual regresaron derrotados y en peores condiciones.

Desde nuestra cultura hispana y romántica, con sendos problemas educativos e intelectuales, un alto índice de analfabetismo y una nutrida apología de la violencia desde nuestra médula histórica, la muerte a manos del crimen organizado sólo escandaliza a cierta parte de las comunidades. A cierta parte: la “gente” no es TODA la gente. Perdón por la obviedad, pero se dice que la raíz, el fin del problema, está en educar a las nuevas generaciones. También hay sicarios que saben leer y escribir… “es que somos muy pobres”. No tenemos una sociedad nacionalista sino funcionalista. Lo único claro es que este es un país violento donde la muerte trágica se enaltece, donde los ladrones se congregan en las iglesias para rogarles a los santos nos ser capturados o asesinados, donde quienes hablan de desigualdad (políticos, académicos y columnistas) no desean ser iguales y explotan la desigualdad… risible. Este es un país sin fe en sus ciudadanos… de ahí la pobreza… conceptual, que no económica, pero cómo erradicar la segunda si la brújula del conocimiento, la disciplina y los sueños ha perdido el norte.

Me importa cómo el caos de nuestra cultura latinoamericana no se explota, ni se entiende como una herramienta esencial para ser mapa y territorio del bienestar universal. Aclaro el punto: el caos como estrategia, no los idealismos olivos reiterativos de izquierda. No temo a la violencia y sin embargo me pesa… tampoco a mí me gustaría ver a mis hijos muertos. Hoy que se habla tanto de una falta de oposición contra el gobierno en turno cuestiono: ¿A qué se podrían oponer los grupos políticos, académicos e intelectuales del país? No lo saben porque no han revisado nuestra historia, las analogías les escupen el rostro y no las pueden anticipar. Hay un momento en el cual los “pensantes” giran en su eje dándose palmadas.

Con el tema de la violencia en el país y su aumento desquiciado, vale la pena detenerse y estudiar las propuestas que pretenden aminorar el dolor. Todas las propuestas son estrategias sin relieve. Militarizar para domesticar. ¿A quién? Como mexicano lamento la pobreza que bien retrataba Rulfo desde sus cuentos; es que somos muy pobres porque pensamos desde la pobreza mental, por demás obvia, y espiritual. De alguna y mil formas somos la representación del fracaso cultural que mamamos desde el vientre.

Tengo un coraje contenido que me trastoca, más no un dolor profundo. Intento alejarme de las circunstancias para comprender en qué momento el país se fue sumergiendo en la miseria. Luego de la profunda derrota de Japón, la nación partió de la pobreza económica para fortalecer y eliminar la pobreza mental. A la fecha, Japón es un país que lee, que existe y coexiste; no lo romantizo, es un hecho. Quizá lo que necesitamos como país es una catástrofe que nos sacuda, sufrir en verdad una guerra que nos permita revalorar la necesidad de nuestra historia, esa que sólo puede engrandecerse por la intimidad de los sueños. Necesitamos héroes para este nuevo siglo, no políticos señalados en narcovideos. Qué vergüenza. Pero tampoco necesitamos atender a la urgencia cultural de occidente, debemos dejar de ser un núcleo más de la decadencia contemporánea.

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