Hugo Alfredo Hinojosa

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La semana pasada concluí la columna planteando: ¿existen políticos en el mundo que ni siquiera merecen ser recordados? Hay gobernantes como Pedro José Domingo de la Calzada Manuel María Lascuráin Paredes, cuya brevísima estancia en la presidencia, de apenas 45 minutos, le ha valido ensayos, obras de teatro y un sinfín de anécdotas; sin embargo, no fue olvidado. Aun dentro de su brevedad encontró cierta inmortalidad en la historia de México. Pensándolo de manera reduccionista, ¿cuántas veces hemos repasado la historia del país y de las múltiples regiones que lo conforman, olvidando a personajes, no por desprecio, sino porque en nuestro imaginario no existieron? Digamos que no dejaron una huella que trascienda a la historia universal.

Por ejemplo, la figura de Donald Trump me llama la atención porque fue un personaje que desde mi infancia formó parte del ideario popular de una generación de niños mexicanos [nacidos en la frontera norte] y estadounidenses nacidos en los años 70. He escrito varias columnas sobre el tema y no deja de sorprenderme. Trump, el “personaje”, lo mismo apareció en películas que en dibujos animados, es una suerte de Prometeo pop que vivificó a las audiencias, a los votantes futuros, a través del espectáculo. Esa ha sido la clave de Trump, la gente no vota por su postura política frente al mundo estadounidense, sino por la posibilidad de convivir en el mismo momento histórico que ese presidente de los Estados Unidos de Norte América. Hace unas semanas, hacía una revisión de House of Cards, la versión inglesa de 1990, y la contrastaba con la versión moderna de la serie. Ante la serie original, me quito el sombrero y guardo sendas lecciones de estrategia política desde la ficción. De la serie moderna me quedo con una idea que menciona Francis Underwood y que parafraseo así: “Hoy, la política es espectáculo y, si no lo entienden, no saben lo que es ser un político moderno”.

Me interesa que Trump sea el próximo presidente de los Estados Unidos porque entiende el espectáculo y, desde esa premisa, su país necesita entrar de lleno a un periodo que el expresidente conoce muy bien: la década de 1980, ese último periodo de grandilocuencia “americana”. Por otra parte, como personaje quiero ver la trayectoria del antihéroe que es Trump, su vida, representación y muerte, por llamarlo así… pues es un personaje que la historia no olvidará.

Figuras como Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría, amén de su peso histórico en México, no representan en mi universo un símbolo de la tragedia como los posicionan los activistas y promotores de la izquierda nacional. Entiendo si estas palabras resultan salvajes e inconscientes para algunos, sobre todo si participaron del movimiento del 68 [que está desdibujado guste o no], pero debemos entender que la juventud de la Ciudad de México no representa el sentir de todos los jóvenes del país. No soy nieto, ni sobrino del 68 como reza el formulismo que usan algunos. Mis padres, tíos y familiares en general estuvieron bastante alejados de ese movimiento porque en palabras de ellos, no tenían tiempo que perder, debían salir adelante, progresar. No niego el dolor que los involucrados directos en el conflicto de ese año histórico sienten, pero sería incongruente de mi parte abanderar un tema falto de significado en mi contexto.

Párrafos arriba escribí que la Historia Universal, desde Heródoto, recoge y cataloga todo tipo de eventos que son consecuencias de otros. Algunos lo llamarán ejercicio de dialéctica llana, otros más zeitgeist y así infinidad de clasificaciones. La historia está obligada a contener una verdad que se antoja absoluta sin serlo. Para mí es más importante la huella histórica personal que trasciende a la historia universal. No hablo de fake news ni de datos alternos, no. Hablo del yugo comunal que pretende obligar a que todos pensemos igual sobre un tema particular.

El presidente Andrés Manuel López Obrador ha hecho historia en el México contemporáneo. Ciertos círculos pueden estar de acuerdo o no, pero es un hecho innegable. La primera vez que escuché el nombre de López Obrador fue en los años noventa, en el auge del cambio político y llegada al poder del presidente Ernesto Zedillo. En ese tiempo intentaba conciliar lo que era la “izquierda” como postura política y, a decir verdad, es una corriente que no me interesa explorar más allá de lo que conozco, pues hay demasiada farsa en el discurso de dicho movimiento que termina por ser más conservador que revolucionario.

Para un nutrido núcleo de personas, el presidente López Obrador pasará a la historia como un asesino o como un destructor de instituciones; otros más lo defenderán como el creador de un nuevo modelo político para México y como gestor de grandes proyectos de infraestructura. ¿Cuál es la verdad de las cosas? En lo personal, antes que presidente, creo que es un hombre que cambió el canon político mexicano al ser el primer mandatario de izquierda, gracias a que supo leer a la gente, por lo que no iba a modificar la ruta. Es un personaje inolvidable. Quienes se engañaron fueron los mismos de siempre, aquellos que siguen pensando que el mundo debe ser justo en sus ideales de izquierda. ¿Qué debemos esperar de la historia? Nada, ahí está como un oráculo que nadie atiende.

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