A mediados de la década pasada estuve en Lima, Perú, en un encuentro con diversos medios de comunicación. En ese momento conversamos en el barrio de Miraflores, elevados sobre el acantilado, acerca de la labor que nos congregaba sin mayor importancia. Me preguntaron, curiosos, acerca de la violencia en México y respondí: los que no son especialistas tienen voz [porque son dueños de un nombre] y los que en verdad conocen las entrañas del problema cultural no tienen representatividad nacional, navegan quebrantados en las curias privadas de seguridad e inteligencia del mundo digital. Aquí también ocurre, contestaron con alivio, aunque no somos México, declararon tajantes, es tan violento tu país. Esta reflexión me hizo cuestionar el modelo de los columnistas en México y la repartición de la voz hecha palabra en todas las regiones.

Cuando se me brindó la oportunidad de publicar en este espacio, mi apuesta fue escribir y hacer una crítica de la cultura contemporánea desde un punto de vista filosófico: hoja en blanco donde dialogaría con los filósofos y creadores de nuestro tiempo para entender el contexto actual. Entre tropiezos, luego buscando el ritmo propio, logré establecer un formato que me permitía dilucidar algunas lógicas con el hartazgo propio al que te conduce la realidad. Dejé de hablar del presidente Andrés Manuel López Obrador, personaje al que aludí al inicio, por un motivo específico: es un comunicador excepcional, y en ese ejercicio honesto, que puede anular cualquier crítica no por la eficacia de su dialéctica sino porque al “sentimiento”, como arma política, jamás se le puede ganar con la lógica; esto cualquier manual de comunicación política lo apunta y con sólo tener sentido común se entiende. Para qué desgastarse. No vale la pena ser engrane en la maquinaria que el ejecutivo ensambla día con día. En ese sentido, hay bastante que especular respecto a las estrategias de sus detractores rumbo al 2024, todos ocupados en desacreditarlo sin entender aún cómo enlodar la tierra. Así pues, por estos motivos, opté por ampliar el rango de la crítica, la cultura es inconmensurable y puede llegar a asfixiarnos.

La conversación con los compañeros peruanos me condujo a esta reflexión:

I. No debemos tomar a los “escritores/críticos/políticos o no” del centro del país como referencia y precursores de soluciones nacionales en materia de seguridad [tema que nos ocupa], porque que sus argumentos como verdades absolutas, para un país de rostros múltiples, es risible.

II. Durante los últimos 15 años he leído esta fórmula intelectual: “el narco está inmiscuido en las médulas políticas y debe eliminarse”. Esto obvio desde hace décadas en la región fronteriza y noroccidental de México [en todo el país] y bien merece la pena cerrar la boca y no escribir tales declaraciones ingenuas… pero existe un mercado para la ingenuidad.

III. Recordemos, con toda honestidad, que el narco como trama y la violencia como eje de preocupación nacional tomó relevancia pública, por lo menos, hace poco más de una década en el centro del país. Previo a este tiempo, esos eran rasgos provincianos alejados de la paz capitalina ahora sometida por el regionalismo.

La representatividad centralista de las tribunas públicas hizo de los columnistas no especializados y escritores de ficción, en su mayoría, líderes de opinión de un discurso circular donde se genera la rapiña discursiva. “Todos dicen/decimos/ lo mismo”. Así como Catalina Pérez Correa, Alejandro Hope, César Damián, Álvaro Vizcaino, Guillermo Valdés, Monte Alejandro Rubido, Javier Oliva, Manelich Castilla y Alberto Capella, son necesarias voces calificadas, con experiencia en campo, que entiendan el fenómeno de violencia/cultural/criminal más allá de los datos que arrojan encuestas mayoristas y ministerios públicos. [Cómo olvidar el Índice GLAC de Genaro García Luna, por el que varios medios de comunicación nacional pagan una breve fortuna por su exclusividad].

Para hablar de seguridad en México vale la pena prestar atención al trabajo regional periodístico, esto lo aprendí en la Fiscalía General del Estado de Baja California, como responsable de comunicación social. Es ahí donde pierden la vida los reporteros que luchan por mantener a flote un proyecto editorial libre, bastante tienen por enseñar, sin embargo, no cuentan con los canales de exposición correctos. Más allá de la academia y de la gente de campo, ¿de qué puede hablar un periodista de corbata y bohemio que observa a la distancia, como si de una película se tratara, la violencia misma, y que obtiene sus fuentes informativas de las conversaciones de pasillo sin dejar el escritorio? A esto le llamo hacer metafísica periodística: “el narco está inmiscuido en las médulas políticas y debe eliminarse” … y funciona porque somos un país de misticismos.

El contrargumento es que no se necesita estar entre las balaceras para entender las problemáticas. No obstante, vale la pena escribir con honestidad sin vender humo. Si la máxima, para regocijo de algunos, es que México es un país en “guerra”, todos los que escribimos acerca de la violencia de nuestro país somos periodistas de guerra, héroes. Es una idea bastante ridícula porque este mote lo merecen pocos, aunque la medalla se la cuelguen varios.

Hasta la fecha, en lo que va del 2022, 15 periodistas han sido asesinados en México. Nombres desconocidos en las tribunas nacionales, sin premios ni reconocimientos, en su mayoría, pero que recordamos porque siguen sin lograr la justicia propia que merecieron sus vidas: Ernesto Méndez, Antonio de la Cruz, Yessenia Mollinedo Falconi, Sheila Johana García Olivera, Luis Enrique Ramírez Ramos, Armando Linares López, Juan Carlos Muñiz, Jorge Luis Camero Zazueta, Heber López Vásquez, Roberto Toledo, Lourdes Maldonado López, Margarito Martínez, José Luis Gamboa Arenas, Fredid Román y Juan Arjón López, para todos mi más profundo respeto.

De la conversación con los equipos peruanos destaco un momento que fue divertido por el absurdo, luego por la gravedad de la situación. Los reporteros comentaron que tenían órdenes precisas de las televisoras de dirigir las entrevistas a cuadro, hasta lograr que las víctimas de la violencia urbana/rural mencionaran a gritos que pedían o querían “justicia”. “¿Qué es lo usted quiere señora?, ¿verdad que desea justicia, es justicia lo que quiere?”. “Sí… eso quiero, justicia”, exclamaban enardecidas por igual mujeres y hombres. El claro objetivo era el golpeteo mediático en contra del presidente peruano Ollanta Humala y sus políticas de seguridad. Sin embargo, me sorprendió el devalúo del concepto mismo de “justicia” poque carecía de toda “verdad”.

En el caso de nuestro país, este es un momento de extrema violencia que dejó la singularidad hace bastante tiempo, donde la “justicia” necesita revalorarse desde el supuesto mismo de su significado. Hace un siglo culminó la Revolución Mexicana que nos permitió concebir el país como existe en la actualidad. Se conformaron las instituciones identitarias, desarticuladas por los gobiernos, y ahora son justo los ideales revolucionarios centenarios como la “libertad, la igualdad y la justicia”, los que se tratan de instaurar sin éxito en esta nueva revolución ideológica.

Retomo el tema de la “revolución” como un punto de partida. Escribió Isaak Babel en Guedali que: “La revolución es gozo. Y al gozo no le gusta tener huérfanos en su casa. Las buenas obras las realiza el hombre bueno. La Revolución es una buena obra propia de personas buenas. Pero las personas buenas no matan. Eso quiere decir que la revolución la están haciendo malas personas”. Esta suerte de encrucijada maniquea es primordial para entender el contexto nacional en el que vivimos. En los tiempos de Babel la discusión giraba en torno del conflicto entre judíos y polacos, entre revolucionarios y zaristas [revolución tardía respecto a la mexicana, 1917], protagonistas todos de cara a los horrores de la Segunda Guerra y, en sentidos opuestos, enemigos entre sí en la lucha por una autonomía imaginaria como “pueblos” buscando justicia, esto es: verdad. En la actualidad, “el pueblo bueno de México”, renovado por revolucionario y bárbaro en su violencia no logra una pacificación total, porque no encuentra “verdad” alguna que le otorgue paz. Carecemos de justicia porque no tenemos verdades ya no digamos absolutas sino funcionales.

Respecto al ejército: se conforma por parte del pueblo y si el pueblo es bueno, valga la obviedad, nada execrable puede salir de ellos. Ahora bien, si conciliamos la lógica de Isaak Babel… el ejército mexicano se está comportando como un agente revolucionario al proceder como buenas personas que no suman, en apariencia, al clima de violencia a lo largo y ancho del país donde reciben gritos, sobajamientos y humillaciones, verdaderos mártires modernos. No obstante, el pueblo “bueno”, ese que genera violencia y busca al mismo tiempo justicia, se torna el elemento sinsentido de toda ecuación lógica… ¿cómo puede un generador de violencia exigir justicia?

Hoy, rumbo al 2024, me divierte en extremo ver cómo el concepto de “justicia” tal cual viaja de un lugar a otro completamente vacío. Las mujeres que buscan a sus hijos en los desiertos y bosques van en búsqueda de la verdad a la que llaman justicia, por ejemplo, necesitan la certeza de inequívoca de una realidad que nadie puede darles. Este, el nuestro, es un pueblo que no desea contar con ningún tipo de justicia porque como masa acrítica somos un país que prefiere la apariencia tan propia de la verborrea que nos caracteriza… donde importa más la bohemia intelectual que la verdad, temple real de la gran mayoría de los hacedores de las tribunas públicas del país.

Para finalizar, declaro que soy un admirador de las fuerzas armadas, soy parte de esa generación quizá tardía donde las familias tenían raíces castrenses. Abuelos y tíos, fueron parte del ejército; mi padre fue parte de la Fuerza Aérea Mexicana, conocer tales ejemplos es primordial y generan un respeto hacia el concepto marcial que va más allá del orgullo bajo el manto del pecho. El amor a la patria es fundamental y vale la pena resaltarlo más no mancharlo con la amoralidad engendrada por las luchas del poder. Aún espero deberán estar en las filas de las fuerzas armadas hombres de respeto que otorgue justicia, con verdades, al pueblo que juraron proteger.

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