“Es la economía, estúpido”, decía Bill Clinton durante su campaña presidencial de 1992, reduciendo complejidades políticas a una verdad fundamental: sin prosperidad económica, ningún proyecto político sobrevive. Esta máxima adquiere un significado casi universal cuando se observa la trayectoria de los regímenes socialistas: más allá de sus nobles y supuestas intenciones de igualdad y justicia social, todos terminan incorporando elementos capitalistas para sostenerse. Hoy, en México, esta realidad vuelve a hacerse evidente. El país enfrenta una desaceleración que anticipa un crecimiento entre 0.5% y 1.3% para 2025, según diversas proyecciones, lejos del promedio histórico y de los cálculos gubernamentales optimistas que hablaban de un 2–3%.

La debilidad de la demanda interna, la incertidumbre arancelaria con Estados Unidos, la inflación persistente por encima del 4%, cuando la meta del Banco de México es 3%, y la fragilidad de las finanzas públicas agravada por la crisis de Pemex obligan a una reflexión pragmática: sin mecanismos de mercado, competencia e incentivos individuales, incluso economías mixtas como la mexicana se estancan. Una vez más, la economía define las reglas del juego político.

A lo largo de la historia, las ideologías se han entrelazado con las realidades económicas, revelando una verdad ineludible: los sistemas centralizados terminan chocando con sus propias limitaciones internas. Como señalaba Friedrich Hayek en El camino de la servidumbre, la idea de dirigir una economía desde un centro omnipotente ignora la complejidad del conocimiento disperso en la sociedad. Esa pretensión genera ineficiencias que erosionan la vitalidad del sistema. Es una suerte de danza entre la utopía y la pragmática, donde la rigidez doctrinaria cede ante la presión del crecimiento, la innovación y la competencia global. Y, aunque resulte evidente, ahí es donde nos encontramos hoy.

Empero, el capitalismo funciona menos como una ideología y más como un mecanismo de democracia económica: millones de decisiones individuales producen prosperidad, mientras que los sistemas centralizados tienden a concentrar poder y restringir la creatividad social. La historia económica y la evidencia comparada han mostrado repetidamente que el socialismo, en lugar de empoderar a la población, la somete a estructuras burocráticas ineficientes que, tarde o temprano, obligan a introducir reformas de mercado para sobrevivir. La raíz del problema aparece una y otra vez: la planificación centralizada tiende a distorsionar precios y asignación de recursos porque ignora las señales del mercado, ese termómetro invisible de las necesidades humanas. Filosóficamente, esto recuerda la phronesis aristotélica: la sabiduría práctica se encuentra en la experiencia cotidiana de millones, no en los despachos de los burócratas.

Podemos decir que la Unión Soviética es el ejemplo más citado de esta distorsión. La escasez crónica de bienes básicos (pan, combustible, artículos domésticos) evidenció los límites del Gosplán. Para contener el deterioro, los líderes debieron introducir mecanismos de mercado. Esta diferencia es fácil de ilustrar: en una economía abierta, cada producto disponible representa el esfuerzo de personas que atienden necesidades reales; en una economía cerrada, en cambio, el Estado decide qué producir, casi siempre equivocándose, como lo demostraron episodios tan simples como la escasez de papel higiénico en las últimas etapas de la URSS.

Por ejemplo, China, bajo Deng Xiaoping en 1978, constituye otro caso emblemático. Tras el estancamiento provocado por las colectivizaciones forzadas y tragedias como la hambruna del Gran Salto Adelante, el país abandonó el socialismo rígido para abrazar la llamada “economía de mercado socialista”. La apertura a la inversión privada y la competencia transformó a China en una potencia capitalista estatal, con un PIB que se multiplicó varias veces. Esto evoca el pragmatismo de John Dewey: las ideologías deben adaptarse a la experiencia y no al contrario. En el periodo previo a las reformas, las empresas estatales carecían de incentivos para atender preferencias reales; el cambio hacia el mercado corrigió esas ineficiencias.

El colapso soviético en 1991 y la posterior “terapia de shock” en Rusia ilustran otra faceta de esta dinámica. La URSS priorizó la producción pesada y militar por encima de las necesidades de los consumidores, lo que llevó al estancamiento tecnológico y al derrumbe final. Ludwig von Mises lo advirtió en 1922: sin precios de mercado, el cálculo económico racional es imposible. Fue una predicción casi quirúrgica del fracaso que vendría después. Por su parte, Vietnam, con sus reformas del Doi Moi en 1986, ofrece otra prueba contundente. Tras años de socialismo ortodoxo, el país enfrentaba pobreza extrema e hiperinflación. Las reformas introdujeron inversión privada y mercados libres, multiplicando el PIB y atrayendo capital extranjero. En términos hegelianos, la tesis socialista chocó con la realidad económica y derivó en una síntesis híbrida.

Otros países siguieron caminos similares. Yugoslavia, con su experimento de autogestión obrera, terminó abriéndose a dinámicas de mercado. Hungría, con el Nuevo Mecanismo Económico desde 1968, liberalizó precios y permitió propiedad privada limitada. Las reformas de Cuba en 1993, tras perder el apoyo soviético, introdujeron mercados campesinos y actividades privadas para detener una caída del PIB del 35%. En todos estos casos, el patrón se repite: sin incentivos individuales, la productividad se desploma y el sistema necesita abrirse para evitar el colapso. La presión competitiva internacional también juega un papel decisivo. Tras la Guerra Fría, países como Polonia o Checoslovaquia descentralizaron sus economías para integrarse al mercado global. Esta necesidad de adaptarse recuerda el darwinismo social de Herbert Spencer: en el ecosistema económico mundial, solo los sistemas flexibles sobreviven.

La corrupción es otro factor recurrente. En sistemas centralizados, las élites burocráticas suelen desplazarse hacia conductas rent-seeking, acumulando poder mediante controles estatales. Venezuela es un ejemplo contemporáneo: la retórica igualitaria derivó en clientelismo y deterioro productivo. Incluso Marx reconocía que la industrialización exige acumulación de capital, una paradoja difícil de conciliar con la igualdad absoluta. Modelos híbridos como el de Singapur, donde empresas estatales compiten en mercados abiertos, han sido imitados por economías post-socialistas en busca de eficiencia sin renunciar al control político. A su vez, la necesidad de crédito externo ha obligado a muchas naciones a adoptar reformas para acceder a capital internacional.

También la innovación tecnológica es otra piedra de tropiezo. Sin competencia real, las economías cerradas se estancan. Las abiertas, por el contrario, prosperan mediante la presión constante por mejorar. La falta de diversidad de ideas y retroalimentación en los sistemas centralizados genera errores sistemáticos, un fenómeno ampliamente documentado. Al final, las élites en los regímenes socialistas enfrentan un dilema: o mantienen un control férreo y se aíslan, condenando a su país al estancamiento, o permiten la entrada de mecanismos de mercado para sostenerse. La experiencia histórica demuestra que los sistemas terminan inclinándose por lo segundo. Incluso los proyectos más idealistas acaban recurriendo a elementos capitalistas para continuar existiendo.

Así, la historia habla con claridad: el socialismo puro es una quimera filosófica que se desploma ante la naturaleza humana y las leyes económicas. Solo incorporando rasgos del capitalismo puede sobrevivir, no por convicción ideológica, sino por necesidad. Esto invita a valorar al capitalismo no como un modelo perfecto, sino como el sistema que mejor canaliza incentivos, creatividad y libertad, frente a un socialismo que ofrece igualdad, sí, pero una igualdad en la escasez. Y retomando a Clinton: es la economía, estúpido. La economía ha demostrado, una y otra vez, que sin incentivos, competencia y descentralización —los pilares de las sociedades abiertas— ningún sistema perdura.

Conviene cerrar con una reflexión que condensa esta tensión histórica. Alexis de Tocqueville afirmó:

“La democracia y el socialismo no tienen nada en común salvo una palabra: igualdad. Pero fíjese en la diferencia: mientras que la democracia busca la igualdad en la libertad, el socialismo busca la igualdad en la restricción y la servidumbre”.

Esta frase, pronunciada en 1848 ante la Asamblea Constituyente francesa, constituye una crítica lúcida y vigente. Para Tocqueville, la igualdad democrática significa igualdad de condiciones para desarrollarse, basada en la libertad personal, la iniciativa individual y la competencia. No es una uniformidad impuesta, sino una igualdad ante la ley que permite a cada uno avanzar según su esfuerzo y talento. Así lo expuso también en La democracia en América: la aspiración igualitaria florece cuando se equilibra con la libertad.

El socialismo, en cambio, como lo entendía en la época, busca la igualdad absoluta a través de la intervención estatal masiva, la planificación central y la supresión de diferencias naturales entre individuos. Esto exige restringir libertades básicas para imponer una uniformidad artificial, reduciendo al ciudadano a un número dentro de una maquinaria burocrática. Para él, ese camino no lleva a la emancipación, sino a una forma moderna de dependencia y servidumbre.

Su advertencia resultó casi profética al anticipar los fallos del socialismo del siglo XX: la igualdad prometida devino miseria compartida, mientras una élite privilegiada acumuló poder. En esa frase queda plasmada la tensión permanente entre dos visiones de igualdad: una que libera y otra que constriñe. Y nos recuerda que la verdadera grandeza humana se encuentra en la libertad, no en la uniformidad impuesta.

Quiero cerrar con esta idea: no será la violencia la que termine por desestabilizar al gobierno mexicano, sino la economía. Hace poco escuché a Gerardo Esquivel (un excelente economista salido de las filas del gobierno del expresidente Andrés Manuel López Obrador) reconocer que la administración de Claudia Sheinbaum se dirige hacia un escenario complicado, tanto por las decisiones económicas heredadas como porque algunos de sus asesores más cercanos insisten en decirle que todo marcha bien. Hoy el país recauda más, pero esa mayor recaudación contrasta con un crecimiento que no despega. ¿Dónde está ese dinero? Esta debería ser una administración centrada no en grandes obras, sino en el mantenimiento: en asegurar que la infraestructura existente siga funcionando, basta con revisar las carreteras del país, de los estados, de los municipios. Esa, en realidad, podría ser la gran obra de la presidenta, además de enfrentar la violencia, aunque ambos temas suelen convertirse en anatemas. Por eso se habla de otras cosas. Pero sí: es la economía…

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