La divinidad contemporánea ya no necesita templos de piedra ni catedrales góticas: habita en granjas de servidores refrigeradas, se manifiesta en feeds infinitos y exige adoración permanente a través de la atención fragmentada.
En el altar de la política moderna, el Poder ocupa exactamente el lugar que antes tenía Dios: es intocable, omnisciente en teoría, caprichoso en la práctica y demanda sacrificios constantes de dignidad, verdad y memoria colectiva.
La tecnología digital ha encontrado su propio panteón: el dios no es uno, sino múltiple y cambiante —el Algoritmo, la Nube, la Plataforma—, pero todos exigen el mismo culto: la entrega ininterrumpida de tiempo, datos y deseo.
Los antiguos rituales de oración y sacrificio han mutado sin perder estructura: hoy el fiel realiza el refresh como quien reza, desliza el dedo en scroll infinito como quien recorre cuentas de rosario y ofrece likes y shares como ofrendas de sangre digital.
El fanatismo no desapareció con la secularización: simplemente cambió de objeto. Antes se extasiaba ante reliquias y milagros; hoy se enciende ante un reel viral, un tuit que confirma la identidad tribal o un filtro que promete belleza eterna.
Nos prometieron la democracia digital como la gran emancipación del siglo XXI. Lo que llegó fue una democracia de simulación: participación que parece deliberación, pero es mera reacción pavloviana medida en milisegundos.
Cada nueva aplicación que instalamos con entusiasmo infantil no es un acto de libertad: es un acto de fe en la promesa de que esta vez sí será diferente, esta vez sí nos empoderará de verdad.
La gran estafa contemporánea se condensa en una sola frase: «la tecnología digital nos libera». Lo que omite es el pequeño detalle de que esa liberación viene con cláusulas de servicio, suscripciones mensuales y la cesión perpetua de nuestra soberanía informativa.
No solo regalamos nuestros datos como ofrenda voluntaria. Pagamos —con dinero real, tarjetas de crédito, suscripciones— por el privilegio de ser mejor explotados, por el lujo de entregarnos con mayor profundidad y precisión.
La versión «gratuita» de cualquier herramienta de inteligencia artificial no es gratuita: es el anzuelo perfecto, el aperitivo que despierta el hambre para que luego paguemos por el banquete que nunca fue nuestro.
Alessandro Baricco lo diagnosticó con precisión quirúrgica: no es que la tecnología nos haya transformado. Nosotros ya queríamos ser habitantes de la superficie antes de que ella nos ofreciera el paisaje perfecto para hacerlo.
Hemos migrado a un territorio mental absolutamente plano: la profundidad se ha vuelto sospechosa, lenta, elitista; la velocidad y la ligereza se han convertido en las nuevas virtudes cardinales de la época.
Preferimos acumular mil fragmentos de experiencia sin raíz ni consecuencia a sostener una sola experiencia densa, sostenida, capaz de transformarnos realmente.
Byung-Chul Han nos recuerda la mutación más perversa del poder: ya no necesitamos opresores externos que nos repriman. Nos basta con interiorizar el mandato de rendirnos al máximo, de optimizarnos hasta el agotamiento, de explotarnos con entusiasmo.
Los algoritmos contemporáneos no operan mediante prohibición ni censura. Su violencia es mucho más sofisticada: saturan, inundan, abruman con positividad excesiva hasta que el sujeto se ahoga en opciones, en estímulos, en rendimiento obligatorio.
La violencia de la positividad es la más letal porque no deja marcas visibles: no golpea, no encarcela, no excluye. Solo exige que brilles, que produzcas, que consumas, que te expongas… hasta que el cansancio se confunde con plenitud.
Basta ver un anuncio actual de productos femeninos dirigido a adolescentes: una influencer animada que recibe likes y tributos en tiempo real. El mensaje es inequívoco: la felicidad empieza cuando te conviertes en mercancía voluntaria y radiante.
La visibilidad ya no es un medio para algo mayor. Se ha convertido en el fin último: el nuevo sacrificio ritual, la nueva forma de redención social, el nuevo certificado de existencia.
Lo que Adorno y Horkheimer llamaron «industria cultural» ha alcanzado su forma superior: ya no solo estandariza el gusto, sino que anticipa, moldea y fabrica en tiempo real las emociones, las opiniones y las decisiones políticas de millones.
El hombre unidimensional de Marcuse no fue derrotado: simplemente se actualizó. Hoy es hiperconectado, hiperreactivo, hipernarcisista y, sobre todo, incapaz de albergar en su interior la más mínima negatividad crítica.
Las esferas de Sloterdijk ya no son protectoras: son cápsulas de inmunidad artificial. Nos aíslan del mundo real mientras nos hacen creer que estamos más conectados que nunca; nos encapsulan en invernaderos emocionales donde el poder se ejerce gestionando atmósferas.
Comentar, likear, retuitear, compartir: toda esa hiperactividad frenética no es participación. Es la forma más elegante y moderna de la pasividad absoluta.
En América Latina, la inteligencia artificial no llega como tecnología neutra ni como progreso inevitable. Llega como operador político silencioso, quirúrgico y despiadado: segmenta afectos, predice comportamientos, teje narrativas invisibles que se convierten en votos.
El CURP mexicano es el ejemplo perfecto de la mutación totalitaria contemporánea: empezó siendo opcional y «modernizador», terminó siendo condición inescapable para existir en la sociedad digitalizada.
La pregunta que la época rehúye con todas sus fuerzas no es si la tecnología es buena o mala. La pregunta real, obscena, intolerable es: ¿quién controla la infraestructura material y algorítmica de nuestra supuesta libertad? La respuesta, cuando nos atrevemos a mirarla de frente, es tan sencilla como brutal: las mismas élites de siempre —corporativas, estatales, financieras— ahora con mejores herramientas, más datos y menos contrapesos democráticos.
La victoria más absoluta del sistema no consiste en engañarnos. Consiste en convencernos de que esta forma de dominación algorítmica es el clima, el paisaje natural, el destino inevitable de la especie.
Esa organización del poder no es un fenómeno natural ni una fatalidad histórica. Fue diseñada, financiada y desplegada por intereses muy concretos, con objetivos muy precisos. Por tanto, puede ser cuestionada, interrumpida, desmantelada y eventualmente reemplazada.
Mientras aplaudimos cada nueva funcionalidad, cada actualización, cada sistema «inteligente» que promete hacernos la vida más fácil, construimos con nuestras propias manos —y con nuestra atención ininterrumpida— los grilletes del mañana.
La tiranía algorítmica es la más perfecta que ha conocido la humanidad porque opera bajo el disfraz más seductor que existe: nos ofrece personalización infinita como sinónimo de libertad, control absoluto disfrazado de recomendación inteligente, y la muerte lenta de la política genuina presentada como empoderamiento ciudadano permanente.

