Hasta antes de la pandemia ¿cuánto gastaba el gobierno anualmente en cocteles y bebidas embriagantes? Fuera de los memes por el video del Ricardo y la compra “irresponsable” de caguamas (risas), es una pregunta ya añeja y que fue formulada por primera vez en el primer cuarto del siglo XX por Lombardo Toledano durante un mitin hace ya varias décadas, y que a la fecha continúa sin respuesta.

¿Cuántos de esas reuniones nacionales, encuentros, seminarios y hasta actos conmemorativos realizados por el gobierno federal y que culminan en un generoso brindis, son costeados con el dinero de nuestros impuestos?

Lo cierto es que, desde antes de la primera mitad del siglo XX, a causa del centralismo que hasta la fecha se ejerce en nuestro viejo México, la capital se convirtió en el punto de reunión para todos aquellos funcionarios que necesitaban llegar a acuerdos e intercambiar ideas y experiencias, a través de un foro organizado.

Desde la Convención por el aniversario de la Revolución Mexicana, pasando por la Reunión Nacional del sistema Hacendario, el Encuentro de Organizaciones Agropecuarias, hasta las reuniones partidistas donde se ponían de acuerdo sobre a quién destaparían para seguirse sirviendo con la cuchara grande, se realizaban en los auditorios de instancias, hoteles, salones y hasta teatros, donde después de las ponencias y mesas redondas, corría la comida y el alcohol como en una gran bacanal romana.

Para los que durante las acaloradas discusiones habían abundado en puntos álgidos y desagradables de su área, y hasta habían entrado en confrontación con algún colega, la comilona posterior a la “orden del día” era el lugar propicio para limar asperezas, y comprobar que entre compatriotas el alipús es la mejor forma de convertir a los hombres en hermanos.

Poco a poco se fue corriendo la voz de que la capital era una especie de Sodoma y Gomorra de las convenciones de todo tipo, donde los negocios y el placer podían combinarse sin empacho, fue así como se pusieron de moda otros términos, como simposio, festival cultural o encuentro nacional, que se convirtieron en el mejor sinónimo para decir elegantemente “la borrachera”. Desde los años 50, algunas organizaciones sindicales comenzaron a “encauzar” los recursos de sus agremiados para costear animadas reuniones trimestrales y semestrales, para ponerse de acuerdo sobre cualquier tema pendiente, desde el color del logotipo que sería plasmado en el estandarte de la organización o el lugar que se ocuparía durante el desfile del Día del Trabajo.

Con el negocio ya puesto sobre la mesa, muchos hoteles y salones comenzaron a especializarse en esta clase de eventos, y ofrecían paquetes. En muchas ocasiones, cual niños exploradores, los participantes portaban algún distintivo que aludía al tema de su convención sin importar cuán ridículos lucieran. Un ejemplo fue el encuentro de militantes del partido tricolor, celebrado durante el gobierno de López Mateos, donde se dio a cada ponente una banda (bastante parecida a la de las señoritas de un concurso de belleza), que tenían plasmado en el centro la imagen del presidente.

Aunque pocos se atrevían a hablar del tema, a veces se filtraba a la prensa alguna nota que insinuaba el derroche que se realizaba en muchas instituciones para presentar programas de trabajo. En cuanto al consumo de alcohol, éste siguió sin ningún cambio. Un economista y periodista, de apellido Víquez, quien ya había predicho desde México la crisis de las naciones industrializadas, publicó un artículo a finales de 1979 donde calculaba someramente cuánto gastaba el gobierno en bebidas embriagantes, meseros, sillería, etcétera, anualmente, con todas las reuniones de sus secretarías e instituciones… a nivel nacional, la cifra equivalía a millones de dólares actuales. Sin duda la pandemia ha cambiado todo ello, pero incluso así, los presupuestos al respecto siguen estando sin subejercicio... ¿por qué?

homerobazanlongi@gmail.com
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