Al igual que ayer, cuando muchos enamorados bartolos celebraron el día preferido de los comerciantes… e incluso hoy algunos apenas se recuperan de tanta miel, cada mes de febrero muchos flechados por Cupido cumplían con el ritual antropológico de las antiguas hordas de obsequiar una ofrenda de pre-apareamiento a la pareja, tradición en la que siempre estaban implicados los dulces típicos.

Aún con la invasión de las confiterías francesas y algunos expendios especializados en pastelería y chocolatería, se decía que por estas fechas el vendedor de dulces típicos era uno de los pocos zaragates ambulantes, que podía darse el lujo de traspasar el muro de polizontes que cuidaban la zona de alcurnia del Centro, a donde llegaban los ricachones a llenar los cafés.

Si bien era cierto que en la lejana Suiza hacían maravillas con nuestro cacao, o que en el viejo París nos legaron todo un catálogo de pastelillos con merengue, almendras y otras delicias, la realidad era que, a la hora de ponerse cursis, muchos capitalinos preferían los jamoncillos de pepita, las charamuscas, los higos con coco, las trompadas rompemuelas, los acitrones y los camotes enmielados.

Con sus vitrinas portátiles forradas de papel encerado, los dulceros de antaño sabían por experiencia que a cada segundo nace un antojadizo, y que ellos debían aprovechar ese instante para concretar el hechizo, poniendo al alcance de la vista los coloridos tonos de su mercancía.

Desde los arrieros de La Viña, pasando por los mercaderes de El Volador y hasta los ricachones de la colonia El Paseo, no había mortal que, habiendo probado aquellas delicias, no lubricara su paladar al ver pasar la vitrina y escuchara las voces de los pingos instarlo a gastarse toda la raya o la propina para degustarlos.

En El Parián y La Viga había un buen mercado para los dulceros, quienes ya desde entonces lucraban con el rubro de “mercancía artesanal” para hacer su agosto entre los viajeros.

Por lo general el oficio se heredaba de padres a hijos, incluyendo los secretos para dar un toque de sabor distintivo a cada producto, pues como dijo uno de estos mercaderes entrevistado para el diario La Patria: “No se trata sólo de endulzar los camotes, hay que trabajarlos con sus jarabes. Podremos ofrecer lo mismo, pero el sabor varía con cada vendedor”.

En lo anterior coincidía un viajero del siglo XIX, cuya bitácora publicada en 1905 afirmaba que los mejores calabazates de azúcar eran los que se vendían por el barrio de San Jacinto, pues la “divina gracia” de la esposa del mercader los había favorecido con un exquisito sabor a pulque.

La buena fama de un dulcero dependía del tamaño del producto en proporción al precio. Algunos preferían perder algunos cobres en la elaboración, pero ganar más clientela al ofrecer limones o chilacayotes endulzados más grandes, palanquetas más rellenas, obleas y peladillas más generosas y alegrías más chonchas.

Por supuesto no faltaban los chuecos que a las calabazas y camotes les dejaban un hueco en el centro, para después confitarlo con azúcar quemada y cubrir el faltante. Otro truco consistía en preparar un jarabe espeso con agua y azúcar que al secarse pudiera ser molido y esparcido en pizcas, logrando espolvorear el doble de piezas con el mismo precio, aunque con una calidad notoriamente menor.

Se decía que el eterno compañero de un dulcero era el aguador, quien seguía su ruta para ofrecer una jícara de fresco líquido a los empalagados clientes.

Con la revolución industrial, no faltó el visionario que estableciera la producción en masa de dulces típicos con base en moldes estándar, con lo cual se atentaba contra el sustento de muchas familias. De esa forma surgieron algunas fábricas pequeñas, como las que operaron por un tiempo en Tacubaya y la Hidalgo, y cuyas maquinarias podían producir hasta 20 jamoncillos o cocadas en un solo minuto.

No obstante, el tiempo ha mostrado que en este viejo negocio lo que importa es la tradición y el toque humano.

Basta con darse una vuelta por el mercado de dulces de la ciudad de México, ubicado sobre avenida Circunvalación, a un lado de La Merced. En ese lugar los secretos para la elaboración de cada variedad se guardan celosamente y en cada puesto los colores y aromas crean un gran carnaval que es parte de nuestro patrimonio cultural. Qué bueno que lo artesanal contradiga las afirmaciones de ignorantes tecnócratas, quienes con arrogancia aseguran que no habrá nicho que no sea tocado por la globalización o peor aún: LA CRISIS… con mayúsculas.

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