En 1862 ya se hablaba de la modernidad, y se discutían planes para realizar el trazo de una nueva ciudad capital. Muchas antiguas e históricas construcciones fueron demolidas, entre ellas, el famoso convento e iglesia de la Merced, recinto considerado en su época uno de los más majestuosos por las muchas pinturas, atrios y figuras religiosas con las que el virrey mandó decorarlo.

Hoy sólo podemos conocer el edificio a través de viejos planos de la Colonia, aunque todos los días es recordado como el lugar que dio nombre a todo un barrio, y a la forma de vida de muchos capitalinos.

Aunque la Merced comenzó su crecimiento como huérfana sin su iglesia madre, muy pronto adoptó su propia tradición con la aparición de sus primeras callejuelas, sus tiendas y bodegas de mercancías, pero, sobre todo, con las costumbres de su gente, sus líderes, sus comerciantes y sus personajes efímeros y permanentes.

En los planos iniciales de la capital, realizados por arquitectos de la Colonia, puede verse un trazo principal, que viniendo del sur, cruza por las actuales calles de Roldán, bordea, por el convento de la Merced y sigue a través de las entonces denominadas calles de la Corregidora, para ir a desembocar al Palacio de los Virreyes.

En otros documentos también aparece el cauce que llegaba desde Chapultepec, y que, entrando por Salto del Agua, cruzaba diagonalmente la ciudad de poniente a oriente, y que, al entrar a la Merced, dio nombre a la conocida calle de Puente de Fierro, famosa entre muchos cronistas por ser la única que unía a una de las múltiples acequias de México con un puente de metal. Según las leyendas, todo aquel que lo cruzara en año bisiesto, a las 12 de la noche, sería bendecido por la fortuna.

Fue a lo largo de esta ruta que los habitantes de la Merced improvisaron los primeros tianguis, a los que llegaba mercancía procedente de todo el país. Los puestos de ambulantes construidos con lona y madera comenzaron así a extenderse por varias calles vecinas.

Las familias de provincia dedicadas a la siembra traían sus canastos de legumbres y frutas, que colocaban en hilera a la espera de alguna oferta. No había precios fijos, para todo se valía regatear. Incluso, algunos puestos conservaban la costumbre prehispánica del trueque. ¡Un kilo de tomates por dos metros de percal! ¡Un costal completo de frijol por un conjunto de sombrero, camisa, pantalón y huaraches! Con la llegada del nuevo siglo y bajo la administración del porfiriato, prosperó el mercado establecido de la Merced. Se levantaron locales construidos de lámina y cristal, para mostrar a los compradores de mayoreo que ¡el progreso había llegado! Desde entonces, ya existían las uniones extraoficiales de líderes ambulantes que no se dejaban amedrentar por la instalación de dicho mercado. Al cabo de unos años, la invasión de puestos continuó en las calles circunvecinas, hasta de plano hacer que los parroquianos casi ignoraran la presencia del mercado.

Con el tiempo, la Merced también fue conocida como un barrio de inmigrantes. Al dar una vuelta por sus rincones, uno podía contemplar la multitudinaria mezcla de extranjeros dedicados al comercio: los españoles con sus tiendas de abarrotes; los rusos con la venta de pan exótico, aderezado con jengibre; los polacos que industrializaron la manufactura de ropa íntima; los árabes, que en aquella época eran reconocidos por sus elegantes trajes de casimir y sus negocios de alfombras y textiles.

No obstante, la Merced conservó desde sus inicios la tradición y la forma de vivir y vender de nuestros antepasados. Muchos llegaban en busca de remedios herbolarios. Casi cualquier mal físico o espiritual podía ser sanado con raíces, hojas y granos misteriosos. Aunque muchos preferían para ello visitar los múltiples burdeles que ya por esos años se habían instalado en las principales calles, y que con el tiempo fueron ganando terreno e influencia.

Al cabo de unos años, la proliferación de tantos negocios dio lugar a la insuficiencia en los servicios, sobre todo en los de limpia y sanitarios. En los años 60, un urbanista calculó que la Merced producía mensualmente un millón de pesos en desechos útiles, que, sin embargo, no eran aprovechados. Durante algún tiempo, fueron famosas las historias fantásticas sobre espantos que se aparecían en las bodegas, o un roedor gigante que se alimentaba por las noches con los desperdicios y atacaba a los vagabundos borrachines ¡resultó ser una zarigüeya! Mil historias se han tejido sobre este lugar en libros, en canciones. Quizá quien más le hizo justicia fue un conocido cronista extranjero que definió a la Merced como un barrio viejo, cuya sabiduría es el dominio del todo, como una aglomeración de México en olores e imágenes... como un lugar donde todo deseo encuentra al final un puesto y un conocido marchante.


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