Igual que esos fulanos que hoy en día suelen merodear por Insurgentes con un fajo de tarjetitas para acarrear clientes hacia el nuevo giro negro de moda, los esquineros capitalinos fueron figuras comunes en nuestra urbe desde principios del siglo XX, y como su nombre lo indica, solían apostarse en los cruces estratégicos donde convergían calles y avenidas, para recitar todas las virtudes sobre el tugurio, pulquería, cabaret, cantina o burdel de su pagador.

Para aquellos locales que vivían de la "mordida" a los inspectores, y que no podían hacer publicidad directa sobre su ubicación, los esquineros representaban el mejor sistema de promoción, por ello, los dueños les concedían luz verde para inflar los atractivos del negocio e incluso ofrecer promociones.

Pasada la época revolucionaria, los giro s negros capitalinos se incrementaron por toda la capital. A veces los tugurios hacían las veces de una peña comercial y mezclaban rubros como la venta de alipús, el salón de baile, la carpa y la oferta del oficio más antiguo del mundo.

No había parroquiano con facha de poder pagar más de un vicio que no fuese seguido por los esquineros como los ratones al flautista de Hamelin. "El mejor tlachicotón patrón, curado con la receta azteca", "damas elegantes, jefe, señoritas decentes, recién bañadas", "espectáculos para adultos, jovenazo, contemple cómo se remoja La Acuática, disfrute de Pancho y sus títeres albureros".

Por experiencia, los esquineros sabían que la perseverancia podía inclinar la balanza en la mente de cualquier indeciso. Hasta esos Gutierritos que en sus hogares y en la oficina tenían fama de no romper un plato y de acudir a misa todos los domingos, no tenían empacho en dejarse apapachar por los brazos de alguna Jezabel con más colmillo que una loba y talento para calar los cobres.

Algunos esquineros abordaban a sus posibles clientes con una invitación para degustar una copa de cortesía, otros se acercaban cual si fuesen un compadre de toda la vida, y con la frase "¡hermanito, qué bueno que te encuentro, te voy a presentar a unas amigas!", arrinconaban al susodicho en algún zaguán donde algunas de sus comadres vampiras terminaban de convencer al bartolo, propinándole una ronda de "piojitos".

Tal como lo escribía un periodista durante los años 20, los negocios no registrados solían estar en los discretos altos de los predios, a donde se accedía por una escalera bien camuflada; también había giros negros en las trastiendas de misceláneas o en oscuros bodegones donde existía hasta triple puerta para menguar el mundanal ruido de los "desmaines".

La ventaja de dichos tugurios era que se podía beber o disfrutar el doble por cada peso gastado, incluso, como lo narraba el periodista Carlos Renán en 1935: "Una segunda infancia, más oscura y más lasciva se ejercía en estos lugares, donde los inocentes juegos, como aquel de Póngale la cola al burro, cobraban nuevas dimensiones con alguna corista de carácter accesible".

Además de llevarse una comisión por cada cliente que introdujeran al negocio, los esquineros contaban con que su víctima no saliera muy desplumada y sí muy satisfecha, para poder bajarle una propina extra, por haberle dado tan buen soplo.

Con la feroz competencia de los negocios del primer cuadro, algunos esquineros lograron trascender el ámbito gansteril, para convertirse en paleros de los comerciantes establecidos. Las tiendas de productos americanos fueron las primeras en promocionar sus productos por medio de estos personajes, quienes además de repartir octavillas o colocarse un letrero con el logo del negocio, le recitaban al cliente la amplia variedad de mercancías, los descuentos, las promociones en la compra de dos o más chuchulucos, etcétera.

Con ello nació en nuestra surrealista ciudad, aquel conocido rubro de la publicidad directa , misma que hoy asfixia a los parroquianos al visitar cualquier centro comercial, donde varias decenas de promotores se acercan para ofrecernos el cuerno de la cornucopia.

En cuanto a los esquineros clásicos, fueron reemplazados por los tarjeteros, individuos oscuros con ojos de calculadora que pueden encontrarse cualquier noche en la colonia Juárez, la Zona Rosa, Tlalpan, Coyoacán, etcétera. En realidad, sus funciones se han especializado y representan el primer eslabón con la venta de drogas y cualquier servicio ilegal que se desee contratar, incluyendo una golpiza correctiva al jefe de la oficina, aunque ésa es otra historia.

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