Aunque desde el siglo XIX ya formaban parte de la galería de héroes populares, y eran siempre la primera opción de los niños cuando alguien preguntaba sobre la profesión que elegirían de grandes, sería hasta 1924 cuando las autoridades del antiguo ayuntamiento consideraron necesario dotar con nuevo equipo y transportes a los bomberos capitalinos.

Mucho han hablado sobre la valentía de este heroico cuerpo de servidores públicos, que a lo largo de las décadas ha estado siempre en la primera línea de rescate para quienes sufren los azotes del destino. Sin embargo, durante años, los bomberos mexicanos fueron los más relegados tanto en dotación de equipo y sueldos como en reconocimiento (mejor ya ni hablar de hoy en día, porque las cosas no han cambiado mucho).

No obstante, a mediados de los años 20 del pasado siglo, después de registrarse un gran incendio en una bodega de textiles a orillas de la ciudad, que dejó fuertes pérdidas económicas y humanas, los burócratas del ayuntamiento decidieron que era hora de cambiar las arcaicas pipas de carretón (que ya habían mostrado su ineficacia en los muchos incendios del periodo revolucionario), por grandes camiones al estilo de las urbes gringas.

Muchos periódicos capitalinos que cubrieron el mencionado incendio afirmaron que con esas medidas se trataba de tapar el pozo después del niño ahogado. Sin embargo, al cabo de unos meses, las nuevas unidades contra incendio, adquiridas en el extranjero, fueron entregadas a los bomberos con una pomposa ceremonia, en la que, por cierto, el jefe del ayuntamiento encendió un pedazo de papel y tras mirar hacia el cielo, como inspirado por la divina providencia, dijo: "Sin estos valientes hombres, este mismo fuego hubiese consumido desde hace tiempo nuestros barrios".

Aquel cebollazo surtió el efecto deseado, y más de un ingenuo quedó convencido de que al fin los buenos tiempos habían llegado para los bomberos. Pero como dice el proverbio chino: los buenos augurios son parientes cercanos de la decepción. En menos que canta un gallo, comenzaron a aparecer problemas con aquellos nuevos camiones llamados "los colosos del apagón".

Para horror de los funcionarios que se habían alzado el cuello, sus achichincles no habían reparado en que los diseños especiales de los camiones necesitaban de mantenimiento continuo y piezas de refacción que debían ser importadas desde el país de origen. Al poco tiempo, varios colosos comenzaron a presentar averías y sus motores a hacer el ruido de una matraca, durante el 15 de septiembre. Para colmo, los sistemas de bombeo necesitaban ser calibrados cada cierto tiempo y en el departamento los expertos brillaban por su ausencia. De hecho, uno de los más respetados comandantes (de esos que desde niños comienzan apagando el bóiler de sus casas) declaró que meses antes de la compra había advertido a los funcionarios del ayuntamiento sobre la necesidad de crear también un programa de mantenimiento. Obviamente, la prensa se dio vuelo con las diatribas amargas ante tal negligencia. El problema llegó a tal punto, que en más de una ocasión los colosos dejaron a los bomberos vestidos y alborotados rumbo a un incendio. Incluso las viejas pipas de carretón tuvieron que ser resucitadas para servir de apoyo en las emergencias.

Por fortuna, el ingenio nacional salvó la situación y más de un mecánico metió mano a las máquinas de los camiones, para que funcionaran al estilo mexicano, es decir, sin las piezas faltantes, pero con remiendos que tapaban el ojo a la mosca. Lástima que para entonces más de un jacalito quedó reducido a cenizas y seguramente algún gato murió de inanición en el árbol, echando maldiciones contra los ineptos que entorpecieron la labor de sus valientes salvadores.

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