Para los adolescentes “Del valleros”, entre los que se cuenta este columnista, no existía durante los años 80 otro refugio para irse de pinta, jugar a las maquinitas y escaparse al cine, que el nunca bien ponderado complejo comercial de Plaza Universidad.

Sin embargo, lo primero que me llega a la mente eran las kilométricas colas que diariamente colmaban el lugar para entrar a los desaparecidos multicinemas y la gran sala Dorado 70. Las colas, ya desde entonces, tenían un largo tiempo de estar arraigadas a la tradición urbana y cada capitalino tenía en su ADN la disposición para soportarlas o retirarse.

Antaño cada cola guardaba su personalidad de acuerdo a los parroquianos que la integraban. Las había alegres, como aquellas de los estudiantes relajientos que lanzaban alaridos para entrar a la kermés del barrio; amargadas, por aquellos que acudían a solicitar algún documento a nuestras nada burocráticas instituciones; ignominiosas, como las que se formaban afuera del Monte de Piedad, donde más de uno rogaba por no ser reconocido por algún compadre; aburridas, como las de bancos o ventanillas de las clínicas de salud; o bien, sociales, como la cola de las tortillas, del pan, el supermercado, etc.

Para quienes el estar formados se convertía en una costumbre a causa de desempeñar un oficio como el de mensajero o asistente contable, la cola era una oportunidad para meditar sobre la mortalidad del cangrejo. Por lo general las muchachas guapas evitaban pasar junto a una cola conformada por decenas de gandules cuyos ojos en montón las auscultaban peor que un galeno rabo verde.

Otra característica de las colas era su cualidad para tornar a desconocidos en compadres e incluso para encender romances, pues nunca faltaba el dicharachero que hiciera la plática a la chamacona de adelante.

Para quienes ingenuamente creían que el fin de semana los alejaría de las colas, ¡oh sorpresa! se les encontraba en los cines, teatros, restaurantes o en las ferias a donde se había sido arrastrado por los chamacos y hasta los caballitos exigían esperar el turno.

El desaparecido cine Alameda fue famoso por sus largas colas, mismas que extendían por ambos flancos de su entrada durante los fines de semana. También las colas eran negocio, al menos para los coyotes de la embajada de EU que cedían su lugar por 100 pesos.

Entre las colas que han batido récords se cuenta la de 1980, durante el estreno en el Palacio Chino de El Imperio Contraataca. Lo que parecía ser una tarde más de funciones se convirtió en un caos que evidenció la sobreventa de boletos. En esa ocasión la pequeña colita no sólo le dio la vuelta a la manzana, sino que se metió al zaguán de un predio y terminaba en el patio del mismo.

Aunque, habría que volver a hacer un cálculo de las colas kilométricas en la era Covid. Fueron famosas aquellas filas en plena cuarentena para comprar pizza para el Día del niño, en 2020 y otras en pleno semáforo rojo. ¿Será que los mexicanos soportamos cualquier cosa menos que nos den reglamentos?

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