En aquellos capítulos perdidos de esta ciudad de ayer, a menudo encontramos algún raro daguerrotipo que continúa intacto aun con la modernidad y que, entre albures, folclor y nostalgia parece rechazar los años y los siglos con un simple y franco ¡viva México c... carambas!

En años pasados hemos comentado brevemente la aparición de las pulquerías en los barrios más viejos de nuestra ciudad, el día de hoy abundaremos más sobre este tema, inspirador de libros, artículos e investigaciones por parte de todos esos estudiosos de los arquetipos patrios.

En una época se extendieron por las principales calles del valle de México; frente a estaciones de policía (El azote de los tamarindos), iglesias (El purgatorio), y frente a la Cámara de Diputados (El recreo de los de enfrente). Sin duda rincones perdidos que durante muchas décadas han contado su propia historia a todos aquellos que por curiosidad o convicción han cruzado sus dinteles.

“El cañón de largo alcance”, “La canica”, “Al pasito pero llego”, “La dama de noche”, “Éntrale en allunas”, todos nombres con los que fueron bautizadas algunas de las pulquerías más famosas de la ciudad de México; una tradición para aquellos aficionados a habitar las “altas atmósferas” y que, aunque data de tiempos prehispánicos, al llegar la conquista, fue blanco de diatribas amargas por cuestiones religiosas y morales.

Durante el siglo XIX y XX muchos grupos se dedicaron a atacar a esos negocios tildándolos de “puertas al infierno” y ya mejor no le cuento lo que decían de los compatriotas asiduos a empinar el codo, por supuesto el término “panza de pulquero”, era el menor de aquellos adjetivos.

La mitología mexicana tiene una versión sobre el origen del pulque, fermentado con aguamiel de maguey por la diosa Mayahuel y Pachtécatl, y sería su compadre Tepoztécatl quien lo perfeccionaría. Como verá nuestros antepasados eran muy democráticos, hasta los beodos tenían sus propios dioses. Sin embargo, según los estudiosos de la lengua, la palabra pulque no pertenece a ninguna de las lenguas indígenas de México. Algunos le atribuyen un origen antillano y otros más pirados hasta dicen que es araucano.

Desde finales de 1700, los conocedores ¡hic! de esta bebida, aseguraban que el mejor pulque que llegaba a la ciudad de México era en invierno y que el peor era llamado el pulque criollo, el cual se fermentaba en verano en cada pulquería, y tenía un ligero sabor entre amargo, entre óxido y... pa´que decirlo.

En esos tiempos, tomar ciertas clases de pulque en la ciudad, era considerado un grave delito por el Breve Compendio del Juicio Criminal. Pero sin duda fue la “alegre” marquesa Calderón de la Barca, quien le quitaría esa imagen satanizada entre los miembros de la burguesía. Como todos, la buena señora encontraba repulsiva la bebida, pero después de probarlo “por curiosidad”, la doña se convirtió en una aficionada y después en una adicta, al grado de afirmar a su partida que sería el pulque lo que más extrañaría de nuestro país.

Un sonado capítulo de esos tiempos, fue el iniciado en 1874 por los redactores del periódico Obrero Internacional, quienes protestaban porque los “comerciantes del vicio”, tenían en sus locales retratos de ilustres mexicanos como Benito Juárez, Ignacio Zaragoza y hasta Miguel Hidalgo... pero eso no era todo, presumiendo de “cultos”, los borrachines habían osado bautizar a sus negocios con nombres como “La ilustración del siglo XIX”, “La unión de artesanos”, e incluso “El abrevadero de los dinosaurios”.

Tres años más tarde, otro periódico, La unión de los obreros, reclamaría a las autoridades aplicar el reglamento para antros de vicio, que obligaba a las pulquerías a cerrar a las seis de la tarde. Ante lo cual, los dueños de negocio y sus compadres descamisados protestaron con todo y tarros afuera de una oficina pública afirmando: “No somos partidarios de la embriaguez... hic... pero sí de la libertad de comercio”. Y agregaban “la mera verdad no sabemos por qué tanto argüende... hic... ¿pos qué no saben que el pulque es alimenticio y sumamente medicinal?

Al parecer este emotivo y elocuente discurso rindió buenos resultados, pues se dejó en paz a las pulquerías por un buen tiempo. Para finales de los ochenta, según datos de la Secretaría de Salud, existían 1200 de ellas en la zona metropolitana... y por supuesto los eruditos y orgullosos títulos continuaron adornando sus entradas... “Me siento aviador”, “El pajarillo barranquero”, “Las mulas de don Cristobal”, “Los hombres sabios sin estudio” y “El gran atorón”, son locales que aun con la clara extinción que enfrentan estos locales en 2024 continúan encerrando a ese México tan fascinante como indefinible del que vivimos los últimos estertores, la tradición de las pulquerías muere y con ella una parte de nosotros.

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