Se han cumplido 50 años de que algunos representantes de empresas sombrereras mexicanas , pidieran ayuda al gobierno, para sortear su dura crisis y no dejar sin empleo a cientos de trabajadores con familias. Sin embargo, ni aún con los créditos, se pudo salvar a esta industria de la bancarrota.

Qué diferencia de décadas atrás, cuando los sicólogos de mucho seso afirmaban que esa moda, más que una necesidad, representaba una indispensable muletilla social, que permitía el roce e interacción de los capitalinos bajo ciertos clichés.

Si se quería halagar a alguna dama desconocida, lo primero era quitarse el sombrero. Lo mismo sucedía cuando había que dar un pésame o pedir disculpas. En las oficinas, antes de comenzar el día se acostumbraban las charlas junto al perchero. Pero si era necesario mostrar el enojo, desprecio o indiferencia, nada más útil que ceñir el ala delantera del accesorio y pasar de largo.

Por supuesto, no podía faltar la costumbre de usarlo para la coperacha de las botanas y bebidas, o también colocar algunos documentos u objetos valiosos sobre la cabeza y taparlos discretamente con el mismo.

La costumbre de cargar con el sombrero a todas partes tuvo su época de oro desde el siglo pasado, y culminó con la llegada de los años 60. Desde jóvenes hasta ancianos, acostumbraban decir frases como "presumiendo con sombrero ajeno", "cargando con las penas bajo el sombrero" o la más famosa: "No quisiera estar bajo tu sombrero", más tarde modificada por "no quisiera estar en tus zapatos".

El auge de aquella industria ocurrió desde la época posrevolucionaria y durante la década de los 40. Por las calles del Centro y sobre avenida Niño Perdido, eran comunes los espectaculares que anunciaban las bondades de cierta marca, como aquella que rezaba: "De Sonora a Yucatán todos usan sombreros Tardan... cuatro millones de mexicanos no pueden estar equivocados".

En una tienda cercana a la calle de Madero, un comerciante mandó fabricar dos sombreros: uno miniatura, que podía mirarse con lupa y uno gigantesco, ambos elaborados en piel y exhibidos bajo la leyenda: "Entre éste y este otro, contamos con todas las medidas intermedias".

Todos los restaurantes elegantes como el Prendes o el Chapultepec, contaban con guardarropa y casilleros especialmente diseñados para sombreros, y en aquellas fondas más modestas, los respaldos de las sillas contaban con una esquina con pestaña, para poder atorarlo.

Muchos parroquianos se tomaban muy en serio aquella creencia de que las mujeres "pasan revista al sombrero y luego a los zapatos" y por eso no importaba si había que pedir prestado o sacrificar parte de la quincena, éstos debían lucir siempre nuevos, impecables y cepillados.

Con el tiempo, aquellas costumbres casi obligaban a comprar un sombrero para el día, la noche y los fines de semana; y comenzó a resultar absurda y anticuada ante la aparición del rock and roll y la posterior revolución cultural de los 60. Los jóvenes se dividieron en dos bandos, los tradicionales, que imitaban la vestimenta de sus padres, y aquellos que no cubrían su greña con "ningún chucho antediluviano".

En menos de una década, la mayoría de las antes prósperas empresas y establecimientos dedicados a este exclusivo producto se declararon en números rojos , Sólo aquellas que invirtieron en los sombreros femeninos y posteriormente en el mercado de boinas y gorras lograron sobrevivir , aunque la mayoría de su clientela se redujo a equipos deportivos y herederos de la herencia de calvos padres, que diario lanzaban improperios contra los quemantes rayos del sol.

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