El lunes por la tarde me encontraba en un café en Polanco, cuando un sujeto iracundo se acercó a mi mesa. En su teléfono tenía una fotografía donde aparecía uno de esos vendedores de parafernalia obradorista que suelen acudir a los actos masivos del Presidente.

Indignado, el hombre comenzó a reclamarme –cual si yo fuese responsable– que “los de la 4T” habían permitido que se instalen vendedores ambulantes en el nuevo aeropuerto y lamentaba “la decadente imagen que estamos dando al mundo”.

Con toda seguridad era un representante de ese sector de la población que se identifica con los valores fifís, aunque solo puede permitirse semejante estilo de vida con créditos a 12 meses.

No estaba de humor para discutir y fui incapaz de ensayar esa paciente cordialidad de la que en otras ocasiones soy capaz. Lo despaché cortante.

Más tarde, sin embargo, me di a la reflexión: Como muchos otros de esa tribu social, aquel era uno más de aquéllos que sienten que este gobierno les quitó algo. Nada concreto ni tangible, en realidad. Algo simbólico, más bien.

En un libro reciente, donde aborda las razones que justificaron poner término al NAIM, Javier Jiménez Espriú cuenta como una legisladora panista llegó una vez a preguntarle en una comparecencia “¿Que no tenemos derecho los mexicanos a un aeropuerto como el de Texcoco?”.

Tanto esa legisladora, como el hombre que me increpó, parecen convencidos de que en la Declaración de los Derechos Humanos existe algo así como el “inalienable derecho a un aeropuerto de primer mundo”.

Evidentemente, el proyecto de Texcoco, confeccionado por el peñanietismo, apelaba a ese señuelo de nuestras clases medias y élites aspiracionales que consideran un elemento de status vivir lo más alejado posible del país real.

Es hasta cierto punto natural la reacción de molestia de las clases medias, fifís y wannafifiís —tan a menudo expresada de forma clasirracista—, llamándole al nuevo aeropuerto “central avionera”, aún sin haberlo visitado; que se refieran a él como un tianguis o un supermercado y hasta se ensañen contra una mujer que fue a vender tlayudas.

Le propongo, querido lector(a), hacer el ejercicio que me sugirió Blanca Heredia: remítase al acto de lanzamiento por el cual el gobierno de Peña Nieto dio a conocer el proyecto del NAIM, en septiembre de 2014. Tómense un momento para ver el video y al famoso arquitecto Noam Foster, hablando en inglés (https://bit.ly/3tDGNsW).

Ahora asómese a esta joya publicitaria que es el reciente documental de Epigmenio Ibarra (https://bit.ly/3utFNqD), y analice el discurso, la retórica y los símbolos: La cosa no podría ser más contrastante.

Si en el NAIM exaltaba el “México globalizado”, acá se ensalza el nacionalismo; si en aquel se presumía el diseño de grandes ingenieros y arquitectos, aquí se celebra la gesta de los trabajadores de a pie.

Texcoco expresaba todo el aspiracionismo de las élites y las clases medias, la promesa salinista-zedillista-foxista-calderonista y neoliberal, la fantasía de un sector que cree que para ser primer mundo se necesitan obras faraónicas más que regímenes de seguridad social universal, por ejemplo.

Pero el proyecto de Texcoco era también una promesa irreal, la del México moderno que lo es solo para unos cuantos.

El AIFA les molesta porque es un golpe de realidad. Esa que nuestras élites no quieren ver. Y al mismo tiempo —con sus defectos— es el aeropuerto posible, uno más cercano a lo que podemos moralmente permitirnos.

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