Por el título de esta columna, algunos pensarán que su autor está en depresión. No es así. Es solo que en las últimas semanas la discusión pública me ha resultado agotadora y frustrante. Tanto que por momentos me quita las ganas de vivir… sobre todo en el submundo de las redes sociales.

Todo es un alineamiento automático a favor o en contra del presidente que ha terminado por tornarse aburridamente predecible. Todo es una extenuante guerra de palabras a partir de lo que López Obrador dice cada mañana. Se está sistemáticamente a favor del presidente o se está sistemáticamente en contra.

Faltan argumentos y sobran emociones. Los matices se han vuelto cada vez más difíciles de encontrar. Vivimos atrapados en el amlocentrismo, ese padecimiento que aflige por igual a simpatizantes y adversarios de la 4T. De un lado, la crítica implacable de los pejefóbicos; del otro, la defensa acrítica y dogmática del obradorismo religioso.

Unos y otros tienen secuestrado el debate público, y han silenciado a las voces que intentan pensar la realidad en escala de grises. Son tan grandes hoy las distancias que nos separan que hemos terminado por hablar en idiomas distintos. Por momentos, incluso vivimos en países diferentes.

La exageración se ha convertido en la forma privilegiada de hacerse escuchar en un contexto donde todo es emoción y cada vez impera menos la razón.

Estamos atrapados en una guerra de adjetivos que lejos de servir para comprender la realidad, hacen que solo hablemos con quienes piensan como nosotros. Hasta los supuestos grandes demócratas han terminado por sucumbir a esa lógica.

Desde que Latinus dio a conocer la investigación sobre la casa de la nuera del presidente, esto solo se ha acentuado. Si como analista señalas que los elementos capaces de acreditar un conflicto de interés son endebles, eres un “chayotero" que busca lavarle la cara al Presidente.

Si, pese a esa postura, unos días después criticas al Presidente por abusar de su poder y exponer la información privada de un periodista, resultas ser un "traidor a la 4T" que se ha convertido en "un Carlos Loret”. Resulta difícil en ese contexto encontrar espacio para ejercer la simpatía crítica hacia este gobierno.

Los pro AMLO y los anti AMLO se anulan mutuamente con descalificaciones tan fuera de proporción que impiden cualquier encuentro posible. Para los opositores, AMLO es un “tirano” y un “autoritario”. En su rabioso y furibundo antiobradorismo, llegan a tildar al presidente de fascista. Nada más tóxico.

Pero en el obradorismo religioso el discurso también alcanza esos niveles. Tildar de golpe blando una investigación periodística o el ataque de ciertos medios —cuando además se tiene a las grandes televisoras como aliadas— no solo es falaz; es introducir un dardo envenenado en el debate público que invalida la crítica y pone el ejercicio periodístico en un lugar muy delicado.

No se trata de echar de menos aquellas épocas en las que se celebraba el consenso centrista y las diferencias entre políticos eran mínimas. Tampoco de satanizar la “polarización”. La política también es conflicto; incluso esta solo puede ser genuinamente transformadora cuando es capaz de administrar cierto grado de conflicto y disenso político real.

Pero hay que saber pelearnos cuando es necesario y vale la pena. Tenemos que acabar con este ruido insensato y ese enorme gasto de energía que no nos lleva a ningún lado.

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@HernanGomezB