Quien llega por primera vez a Tel Aviv tiene la impresión de estar en una ciudad europea, donde se respira un ambiente de libertad en el que se antoja difícil sentirse en Medio Oriente.

No deja de llamar la atención que todas esas personas que trabajan, consumen o se divierten puedan vivir una existencia normal en circunstancias tan anormales. Quizás el vivir bajo un conflicto que lleva ya más de cien años y no tiene perspectivas de solución, los ha llevado a aceptar como natural algo parecido a un estado de guerra.

Israel es hoy una potencia, punta de innovación tecnológica a nivel mundial, y un ejemplo de disciplina, dedicación y trabajo. No deja de resultar admirable la manera en que en poco tiempo los israelíes levantaron un país en medio del desierto y en las condiciones más adversas.

Pero Israel es también un Estado inevitablemente definido por la ocupación militar colonialista, la prepotencia y la intimidación, al ser percibido por muchos –incluso por una parte de sus ciudadanos- como una entidad criminal que practica la limpieza étnica y el Apartheid.

En medio de una de las regiones más peligrosas del mundo, los israelíes viven en permanente estado de alerta, constantemente amenazados y permanentemente amenazando a otros.

No es casual que en un contexto así, donde el miedo es permanente, el apoyo a expresiones políticas conservadoras sea tal. Benjamin Netayanhu –al frente de una coalición derechista- el primer ministro que más tiempo ha ostentado su cargo y todo parece indicar que la más reciente elección no modificará este escenario.
Nunca antes había estado en un lugar en el que existiera tal sensación de incertidumbre sobre el dominio de su propio territorio. “Hoy ocupamos este espacio, pero no sé si en los próximos 20 años estaremos aquí”, me dice un joven progresista de 26 años. “Aquí cualquier cosa puede pasar”.

Evidentemente, vivir en paz es imposible en un país cuando los ciudadanos no tienen siquiera certeza de sus propias fronteras. Quizás por ello en 2016 una encuesta mostraba que 82% de los israelíes creen que no hay oportunidades para alcanzar un acuerdo de paz con los palestinos.

La presencia militar en la sociedad israelí es un hecho cotidiano y generalizado. En un país de 8 millones de habitantes, las Fuerzas de Defensa de Israel pueden llegar a sumar hasta 750 mil elementos en tiempos de guerra.
Están en las calles, en los puntos de ingreso al territorio y vigilan permanentemente todos los movimientos de los palestinos.

En esa sociedad militarizada, el gran número de militares profesionales se ve suplementado por el servicio militar que están obligados a efectuar la mayor parte de los jóvenes. Para los hombres son casi tres años, para las mujeres dos.

Una noche, en el mercado Mahane Yehuda, uno de los puntos de reunión social al que acuden los israelíes en Jerusalém, encontré a decenas de jóvenes que cursaban su servicio, luego de haber concluido la jornada laboral. Vestían de civil y daban la apariencia de ser unos simples imberbes, incapaces de matar una mosca.

Cada uno de ellos, sin embargo, cargaba un arma larga bajo el brazo como parte de su indumentaria, mientras degustaban sus helados, hablaban por teléfono o se reían cual si se tratara del acto más normal del mundo. La imagen me pareció lo más alejado a un país civilizado, pero la gente pasaba por ahí sin voltearlos a ver siquiera.

“A nosotros nos enseñan a cuidar nuestras armas todo el tiempo, no podemos dejarlas en ningún momento”, me explicó uno de ellos.

El joven estaba muy seguro de que su labor era importante para prevenir los ataques terroristas de Hamas. Algo, en particular, me llamó la atención: al igual que otros israelíes, nunca había estado del otro lado del muro, en los territorios palestinos a escasos kilómetros de ahí. El gobierno israelí no les permite a sus ciudadanos cruzar, supuestamente por razones de seguridad.

No me sorprendió el que ese joven fuese incapaz de mostrar cualquier atisbo de empatía frente a la situación de los palestinos. 

@HernanGomezB

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