El jueves se tomó una buena decisión —soltar a Ovidio Guzmán para salvar vidas humanas— pero se tomaron antes, después y durante los acontecimientos un conjunto de pésimas decisiones cuyas consecuencias todavía no terminamos de dimensionar.

En todos los niveles se sucedieron omisiones y vacíos de autoridad: desde el ausente gobernador de Sinaloa, pasando las contradicciones y mentiras en que incurrió Durazo, hasta la respuesta del propio presidente de la República que —en contraste con la prontitud con la que se apersonó en Tlahuelilpan a principios de este año— decidió continuar su gira por Oaxaca.

Distinto a lo que hubieran hecho otros gobiernos, el actual supo apartarse de esa perversa lógica calderonista que pregonaba el Estado de derecho para materializar un Estado de derecha donde se nos prometía que “aunque se pierdan vidas humanas inocentes” el esfuerzo habría valido la pena.

Incluso Jesús Silva Herzog, uno de los más agudos críticos de López Obrador, reconocía ayer que hablar de la supuesta “cobardía del gobierno” es una “frivolidad militarista”. Que la solución no pasa por valentonadas, ni despliegues de “hombría”, “virilidad” y “testículos”.

Pero soltar a Ovidio Guzmán fue tan solo un mal menor dentro de un mal mayor. Una decisión acertada, ciertamente, pero que apenas pudo atenuar el resultado de un operativo fallido, precipitado y deficiente como reconocieron las propias autoridades. Regocijarse en una acción humanitaria, por tanto, resulta autocomplaciente.

Quien ha estado en Culiacán puede atestiguar hasta qué punto se trata de una ciudad controlada por el narco. Es el sitio en el que viven las familias de los capos, donde estos se sienten seguros y tienen su base social.

Solo hace falta pasearse por esas colonias llenas de mansiones amuralladas de estética tan evidentemente mafiosa, asomarse al Panteón de Humaya y sus mausoleos faraónicos o acudir a esos restaurantes con “privados” para recibir a personajes que no pueden ser vistos.

Solo basta con haber visto la misa que se ofreció en 2014 en la Catedral para celebrar la fuga del Chapo. O cómo en las calles de esa ciudad circulan automóviles sin placas que ningún policía se atreve a detener. O cómo casi nadie osa tocar un claxon, so pena de hacer enojar a quien no se debe.

Si un mandamiento está escrito con letras de oro en las calles de esa ciudad es “no te meterás con los narcos”. ¿A quién se le ocurre intentar semejante operación con apenas una treintena de elementos? ¿Dónde quedó esa sensibilidad y ese conocimiento del territorio que en otras ocasiones ha demostrado este gobierno? La acción parece tan descabellada que se presta a todo tipo de especulaciones.

Culiacán es un antes y un después para esta administración. Si es en las crisis donde se demuestra quién es quién, algunos funcionarios demostraron no estar a la altura y debieran responsabilizarse por sus acciones.

Pero más importante aún es que el presidente reflexione si de verdad tiene una estrategia de combate a la criminalidad y la violencia, una ruta clara de implementación y si está escuchando las voces que conocen el tema en su complejidad (https://cutt.ly/oegA1dF).

Si la gran estrategia tiene que ver con atender las causas estructurales más profundas de la violencia, habrá que diseñar programas focalizados en prevenirla en las zonas de mayor reclutamiento y actuar desde los niveles escolares más tempranos, lo cual no se está haciendo.

Y aun así, pensar que las causas de un problema son de largo plazo no implica desatender el corto plazo o limitarse a crear una Guardia Nacional como si ello representara, en sí mismo, una estrategia.

La seguridad es hoy uno de los temas más sensibles para la sociedad. Allí se juega en gran medida el futuro y la viabilidad de la 4T. Si AMLO fracasa en este terreno, la tentación a una solución de mano dura, y las posibilidades para que un líder estilo Bolsonaro llegue al poder —como alertaba ayer Eduardo Guerrero—, podrían cancelar la posibilidad de que la izquierda vuelva a gobernar en un buen tiempo.

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