Tilly Norwood es un avatar generado por inteligencia artificial, creación del estudio Xicoia, vinculado a Particle6. En pocas semanas, ha logrado algo que a muchos humanos les cuesta: captar atención mediática, provocar reacciones encontradas y poner en guardia a parte de la industria. Según sus promotores, Tilly no es una mera animación fija ni una figura CGI estática: tiene una personalidad en evolución, puede conversar, recitar, responder al clima cultural del momento y adaptarse al público. Se le quiere representar formalmente: algunas agencias ya la cortejan como cliente potencial.
Y aquí llegamos al meollo del asunto. ¿Qué significa que una “estrella” sin cuerpo físico recorra el sendero que hasta ayer fue exclusivo de los seres vivientes? Hay dos caminos interpretativos que se disputan el horizonte. Para muchos críticos, y para sindicatos de actores, Tilly encarna una amenaza directa. Se dice que fue entrenada con datos tomados de actuaciones humanas, sin permiso o compensación, lo que levanta cuestiones éticas e incluso legales. ¿Qué valor tiene una interpretación si detrás hay solo capas de código y fusión estadística de rostros y gestos? En una era ya titubeante en la que lo real y virtual se entrelazan, este experimento es un salto hacia lo que podría ser un mundo en que la verdad, la de carne y hueso, pierda valor.
Además, la esencia del arte actoral tiene que ver no solo con repetir textos y gestos, sino con la presencia, esa chispa imprevisible del ser humano en el escenario. Que alguien “interprete” sin tener experiencia de vida, sin cuerpo ni tiempos, es como intentar contemplar un paisaje en una pantalla sin fondo. Por otro lado, los defensores de Tilly y proyectos similares ven en ella una herramienta revolucionaria. Su argumento: estos avatares reducen costos, no se enferman, no envejecen y pueden “estar” en múltiples producciones simultáneas. Si tienes una historia ambientada en la Edad Media, en el Lejano Oriente o en la América del siglo XIX, contratar y “producir” a Tilly, o a cualquiera de sus hermanos digitales, puede resultar mucho más manejable que filmar conjuntos históricos completos.
Asimismo, Xicoia ya habla de colaborar con estudios que desean revivir versiones jóvenes de estrellas fallecidas o repetir licencias para reaprovechar propiedad intelectual. En ese escenario, lo que redefinimos no es solo quién actúa, sino qué significa “estar en pantalla”. Al final, la figura de Tilly Norwood no es solo un producto de mercado: es una provocación estética, filosófica y política. Nos obliga a preguntarnos: ¿Qué valoramos cuando aplaudimos? ¿La técnica? ¿El cuerpo que sufre y se vence? ¿La narrativa compartida entre seres escapados del anonimato?
Quizá el éxito de Tilly no será medido en taquilla ni en premios. Será real si, y solo si, logra que las audiencias sigan creyendo, al menos por un momento, que está allí, viva. Y entonces sabremos si el futuro es un reino de fantasmas bellamente ilustrados o un mundo
que ha traicionado su emoción humana. Porque, si ella representa la perfección, tal vez nosotros debamos recordar que nuestra belleza reside precisamente en lo imperfecto, lo que envejece, lo que duele.
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