En algún momento en la historia de la música, entre el renacimiento y el romanticismo, los músicos y compositores dejaron de ser un mero entretenimiento, una música de fondo. A finales del siglo XVIII con el establecimiento de una poderosa burguesía no aristócrata comenzaron a asistir a las salas de ópera, a hacer se mecenas, pocas veces con el fin de promocionar un arte que muy probablemente no entendían o no les gustaba, pero sí que les daba un estatus más cercano al del aristócrata. Los instrumentos y los espacios mutaron para cubrir necesidades que tenían que ver con interpretaciones de calidad, la posibilidad de toda la sala pudiera apreciar no sólo composiciones en forte, también los crescendo y decrescendo más sutiles. El compositor y sus necesidades creativas empezaron a ser escuchadas, igual que sus interpretaciones, esta vez en salas menos bulliciosas, semioscuras y con todo dispuesto para que el músico fuera el protagonista.

Por otro lado, la industria musical, dicen los músicos y compositores, ha sido siempre más bien rapaz, grupos de empresarios suelen tomar decisiones que impactan en el mismo germen creativo; modifican temas, emociones, palabras para ajustarlos a un mercado dispuesto, de antemano, a consumir aquello; el empresario “sabe” lo que el público quiere porque cree que lo ha estudiado a fondo, sabe lo que piensa, lo que siente y él tiene los productor para satisfacer aquello: un catálogo de músicos e interpretes a medida, maleables para que cuando el consumidor se canse de una propuesta podamos producir otra. No es casual que la música exitosa de este siglo XXI este compuesta de canciones más cortas que hace 20 años, con más volumen, más instrumentos electrónicos y de pronto es rentable darle espacios a interpretes que no tienen voz pero si un autotune detrás, que desconocen a profundidad el potencial de los instrumentos, a quienes no les importa la tradición lírica sobre la que montan su carrera y que venden boletos de 20 mil pesos que irán gustosos a pagar miles de seguidores.

Pero por otro lado también situaciones como la que paso unos días en la que Neil Young amenazó con sacar todo su catálogo de Spotify si éste no borraba aquella plataforma un podcast que desinformaba sobre temas de Covid; y ahí el poder del músico se hizo sentir llevando a la plataforma a eliminar esos contenidos. Young dejó un precedente, pero no pensamos que las decisiones de los empresarios estuvieran basadas en la ineludible calidad del músico; habrá balances mercadológicos que inclinaron la balanza a favor de Young. ¿Qué pasara cuando un músico con menos capacidades y trayectoria amenace para buscar el favor al bando contrario? Porque la decisión de Spotify no parece haber estado planeada en favor de la salud de sus clientes o de que en su plataforma se priorice la información precisa a favor de la ciencia y la razón. ¿Qué pasará cuando alguien se rebele (y que tenga las capacidades “técnicas” y económicas para hacerlo) y amenace con restarle ingresos con su salida si no se cambia tal o cual? Los artistas no han perdido ese poder que fueron construyendo hace por lo menos 300 años y que parece perdieron cuando nació la industria; sólo que hoy el riesgo radica no en el retorno de ese poder, que tiene que ver con su capacidad de generar recursos, sino en algún capricho o moda, valida, justificable o no. Insisto, es un precedente que nos traerá, no como en el caso de Young, resultados deseables.

herles@herles.mx

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